martes, 5 de enero de 2010

ANTOLOGÍA DE LA NARRATIVA FANTASMAL (Isaías Medina López y Duglas Moreno- Compiladores)


PRESENTACIÓN
Es grato celebrar la edición de un libro, pero es más importante y significativo reseñar la reedición de un buen ejemplar. En este caso, el libro de los amigos y profesores universitarios: Isaías Medina López y Duglas Moreno, quienes cumplieron con el cometido de una investigación propuesta a la Universidad de Los Llanos (UNELLEZ). Me refiero a “El Llano en Voces Antología de la narrativa fantasmal cojedeña y de otras soledades”, libro que recoge notables textos, aparte del rico y esclarecedor estudio introductorio aportado por los compiladores.
El libro sin lugar a dudas aporta al acervo cultura de la nación y me atrevería a decir, del continente, esa voz fantástica y otra que devela, guarda y muestra nuestros miedos ancestrales, nuestras creencias y mitologías como pueblos, nuestras voces de lo otro, de lo extraño, del testimonio y la enseñanza que como forma pedagógica los pueblo y las culturas tienen de poder decirnos y advertirnos sobre los peligros que entraña la noche, la impunidad, la injusticia, el actuar desaforado sin reglas sociales, del exceso de nuestra conductas.
Esos relatos lo tenemos presentes en esta edición como voces de lo colectivo, como voz de la oralidad, de la trasmisión de un parecer y creer que funda y sostiene elementos de la justicia y las creencias más allá de la formalidad de unos tribunales y unos juicios marcados por la dinámica social. Estos sentencias y actos, estas voces y espantos nos dicen, nos gritan que el hombre posee y manifiesta un alma, y que más allá del castigo
físico, está el moral, el castigo del alma, la que se puede perder por nuestros excesos, nuestros pecados, nuestros caprichos inhumanos e injustos.
Esta es una de las lecciones que recojo de estas humildes páginas, porque fueron registradas, contadas como historia, relatos y leyendas del llano, en realidad, es del ser humano. Aquí debo contar la anécdota que nos refiere el poeta brasileño Vinicius de Moraes en su libro “Para una muchacha con una flor” (Buenos Aires, Ediciones la Flor, 1977), en el que nos narra un “Cuento Carioca”, que estoy seguro, al leerlo junto a nuestros poetas, ni usted, querido lector, ni yo pudiésemos distinguir sí la historia es de
Brasil o de cualquier rincón del llano venezolano, no sabríamos decir cuál es el nuestros.
Otra hermosa y aleccionadora experiencia, con este singular libro la tuve en las aulas de la Universidad de Los Andes, tanto en la Facultad de Humanidades, como en la Arte y de Medicina, al leer estos relatos con mis alumnos, esperaba que lo encontraran como viejas historias de muertos y aparecidos, pero no, cada relato despertó el diálogo, la correlación de una historia semejante, incluso de alguna referencia que en el seno de las
familias de los jóvenes estudiantes estos habían heredado; tanto fue así que cambié la estrategia pedagógica y en vez de mostrar y ejemplificar sobre los distintos géneros literarios, realice talleres de creación y reescritura de los cuentos contenidos en ese necesario, justo, fundamental y básico libros “ El Llano en Voces. Antología de la Narrativa Fantasmal Cojedeña y de otras soledades”, donde usted encontrará “Palabras de la noche”, “Las voces de la tierra”, el estudio introductorio, una buena bibliografía y un vocabulario que, indiscutiblemente usted apreciará.
Es por ello que no se puede sino celebrar, contentarse por el bien nuestras raíces culturales, de nuestro patrimonio, festejar esta edición. Ojalá el nuevo recorrido que este libro emprende encuentre manos y ojos más amables que los míos. Manos que lo carguen de valores y enriquezcan sus historias, mitos, leyendas, anécdotas, relatos, es decir, las voces de lo otro, de la fantasmal, las voces de nuestra conciencia, esas que nos recuerdan las historias que recibimos de nuestros abuelos y padres, de sucesos que quizás pertenecen a nuestra cuadra o a nuestra familia. Queda en
sus manos esta construcción de nuestra historia y nuestro pueblo, queda en sus manos un memorable libro y una muy grata lectura.
Prof. Héctor López. Universidad de los Andes. Instituto de Investigaciones Literarias “González Picón Febres”. Mérida, 10 de Mayo de 2007.

PRÓLOGO ESTUDIO
El Llano es leyenda, horizonte, camino de andar y venir con los espantos. Es un mundo lleno de supersticiones, de encantos, fantasmas, abismos y misterios que sólo el llanero conoce y tiene además los elementos para los imprescindibles conjuros. Un hombre de viajes por la llanura, Orlando Araujo (1985) nos dejó escrito en las sabanas del llano literario que éste era inmensidad, soledad de aguas, espejismo, distancia y lejanía. El Llano es referencia mítica, presencia “irreal tal vez, pero que se siente aún vivo en su música y su poesía, en la visión de mundo y de vida.”(Febres Rodríguez, 1995; 10). Esta realidad nos lleva a realizar algunas conjeturas sobre lo fantástico en las creaciones literarias, es decir, la otredad. Para María Luisa Rosemblat (1997) lo fantástico se manifiesta en los discursos de la literatura, no en esos eventos extraordinarios, sino en la manifestación de otros fenómenos que revelan ese otro orden oculto y misterioso. Con lo fantasmal se alude a lo extraño, a otra lógica, es una realidad que “emerge de la realidad asimbólica, con su naturaleza imprevisible y no codificada, sobre el mundo de símbolos” (Yurman, 2000; 12 que seguramente comparte un gran número de personas.
Lo fantástico en el relato se encuentra en esa multiplicidad de voces de lo alterno. Víctor Bravo (1986) refiere que desde Julio Garmendia (en 1927 se publica su libro La tienda de Muñecos, volumen donde se encuentra su famoso texto El Cuento Ficticio) se viene desarrollando una “estética de lo fantástico”; aunque Sandoval (2000) asegura que desde 1841, los venezolanos escriben cuentos donde esta temática es abordada. Pero planteada no por la imagen, lo figural, sino por el discurso mismo de la ficción. Allí lo fenomenal radica en la escritura, ya que el afuera de lo real es el adentro de lo fantasmal.
En esta investigación lo fantasmal está en la sombra que viene del espectro como corporeidad; esa figura o “aparición inmaterial” que nos asoma Mercedes Franco (2001; 52) en su Diccionario de Fantasmas, Misterios y Leyendas de Venezuela. Es por eso que en el llano (Silva, 2003) las sombras buscan su cuerpo. Dice Cortázar (1997;.382) que uno de los más ardientes deseos de un fantasma es “recobrar por lo menos un asomo de corporeidad”. Lo fantasmal se encuentra en esa sombra que es complemento del hombre o de otros seres. No debemos olvidar que lo bestiario, imágenes teriomorfas presentes en la narrativa espectral llanera, está sólidamente instalado “tanto en el lenguaje, en la mentalidad colectiva, como en el sueño “ (Montiel Acosta, 1995). Plantea Rank (1976) que la sombra es el coequivalente del alma humana. Los fantasmas son sombras en sí mismos. Aquello que carece de sombra, lo fantasmal asume su figura. Es eso tan cierto que en dos islas situadas en el Ecuador, sus habitantes “nunca salen de sus casas al mediodía, porque en esa ubicación su sombra desaparece y temen perder el alma junto a ella” (Rank, 1976; 91).
Para Franco (2002; 9) en los escenarios del llano, lo fantástico está en “las manos impalpables de la brisa, en el halo rojo de la luna, en la infinitud del paisaje y se hace sombra errante, costumbre inveterada”. Cada “relato que se deja oír en la sabana, es el eco de otros relatos que van bien lejos en el infinito; pero que todavía nos llegan como espejismo” (Moreno y Medina, 2003; 455).
El texto fantasmal es una formidable ruptura, una transgresión al estructura lógica del discurso. La otredad es lo nictomorfo, lo otro sombrío y tenebroso, es decir, la alteridad. Ésta tiene un vínculo con lo siniestro. La otredad (Castañeda, 1998) es una dimensión del Uno, es un internarse en nosotros mismos, es como su presencia nos “deshabita: nos hace salir de nosotros para unirnos con ella; su ausencia nos habita: al buscarla por los interminables espejos de la ausencia, penetramos en nosotros mismos" (Ibíd., 3).
El núcleo de la narraciones fantasmales “reside en un instante de incertidumbre que debe ser común tanto a personajes como al lector” (Bravo, 1993; 114). La alteridad, según Cragnolini (2004) es “presencia” de la otredad en la mismidad como opacidad que no puede ser nunca reducida a la propia mismidad, es decir, todo aquello que es una verdad, al menos para los sentidos, tiene su sombra irreal, irresoluta. Sin duda, el ámbito diegético en el que se desarrollan los relatos o cuentos fantasmales tiene el signo de la alteridad.
No obstante, en el llano, a decir de José León Tapia (2003; 27), queda “la nostalgia, el recuerdo, queda la música, queda ese cuento que pasa de padre a hijo para que no se lo lleve el olvido”. El llano es una mirada de sabana, una copla, una lejana sombra que camina y se nos pone como en el alma. El llano también es literatura, es oralidad, es encuentro en puertas y patios, es escritura del asombro. Por todo eso, el llano necesita que lo entendamos.
Partimos de un axioma inexplicable: la literatura es reivindicación de la realidad. Lo narrado no ha de ser más que un simulacro. ¿Qué es lo que existe: lo dado como realidad o lo encontrado con la mirada desde lo otro o lo buscado con el espíritu de otredad? Todavía podemos agregar las interrogantes de Guillermo Martínez Rubio (1998; 5): “¿ de qué depende, entonces, la credidibilidad del cuento?: ¿de lo que se cuenta?, ¿del reconocimiento como creíbles del espacio y del tiempo en los que sucede el hecho contado?, ¿de la credulidad del lector?” O tal de todos estos supuestos interrelacionados. Jorge Luis Borges(1980), en su relato Emma Zunz, asegura que la irrealidad es un atributo de lo infernal. Todos los aparecidos y fantasmas que desandan por los palmares del llano no son muy amigables que se diga. Son espectros, cosas del maligno como dicen los viejos.
Si lo real es “lo dado”, el sucederse, lo fortuito, entonces lo enigmático y el azar no dejan de tener significación. Ningún misterio debe sometérsele a la rigurosidad de una auscultación científica, porque esta intención por muy aderezada tecnológicamente que se presuma, no tendrá éxito alguno. Las figuras del espectro deben dejárseles en esa condición, tratar de desmenuzarlas es andarse buscando lo que no se nos ha perdido. Lo fantástico correlaciona la existencia de otra realidad: lo real. Entonces, lo ficticio y lo imaginario devienen, siempre en transfiguraciones de lo real o en un “continuo misterio a descubrir”. Lo real tiende siempre a ser dado aquí como un supuesto más. Nada existe sin lo inasible. Lo literario es un pretexto para mostrar lo otro, ese íntimo rostro que nunca hemos visto. Hay espantos que son una suerte de celaje, como el Silbón. Esa sombra de huesos larga, espeluznante, gigantesca que recorre los parajes del llano venezolano, llevada a la literatura por Dámaso Delgado (1998).
Con este último autor y la compilación de textos orales de esta antología, se plantea el interesante caso de la oralidad en cuanto a su vigencia dentro del sistema cultural del llanero y sus vinculaciones con el texto escrito y oral. Almoina de Carrera (2000; 4) señala: la literatura oral “respondía –y responde- a un canon estético; es decir, que había -y hay- una preceptiva no escrita”; e igualmente tradicional, cuyo análisis debe considerar sus formas expresivas como verdadera literatura, no sólo como un precedente anecdótico de un remoto pasado. De hecho “ya no se discute en la actualidad que la oralidad es un sistema anterior a la escrituralidad” (Ibíd.). Lo más importante en relación a la investigación literaria es que; “el estudio de la literatura oral se plantea en la actualidad como una problemática formulada en una perspectiva contemporánea”. Es una oralidad ficticia (Ostria González, 2001; 76) donde se reproducen ficciones o formas que no son exactamente expresiones orales sino representaciones o figuras de la oralidad como hecho ficcional. Aclaratorias que excluyen innumerables referencias bibliográficas y discusiones hoy superadas.
En primer término, al decir un estado, entendemos que la realidad es una infinitud, un abismo insondable; al menos una entidad de lo posible. Para Jorge Luis Borges (1985), toda realidad se “disuelve ante la presencia de un infinito”. Por otra parte, tenemos que el lenguaje, y aquí aludimos a lo del referente, es un elemento creador o fuente ilimitable de realidades. Con el lenguaje se confeccionan los enunciados de la ficcionalidad o de lo imaginado.
En concordancia a todo esto, José Balza (1988; 25) reseña tajantemente que una “de las necesidades para la ficción, allá en sus remotos orígenes milenarios , fue el deseo de cubrir la realidad”. Así el mandato de todo texto literario será el de ser “ficticio”, es decir, encubrir un segmento de lo que existe, entonces develará otra realidad, otra existencia, otra partícula extraña, ciertamente; pero, propia de esa gran significación que es el universo; apostará por la alteridad.
Lo fantástico es una condición literaria que contraviene el modelo de la realidad. Esto puede ser atestiguado por la presencia en el llano de La Sayona, La Llorona, El Carretón y la Bola de Fuego. La obra literaria es una ficción “ineluctablemente irreal” que establece de manera inexorable, un margen, un espacio entre lo imaginado y los “hechos reales”, donde se genera. Sugiere un distanciamiento entre aquellos que le sirven de referencia contextual y los que soportan el hecho literario. La noción de lo ficcional nos lleva a considerar a la obra literaria como una suerte de metáforas epistemológicas, en tanto que sugieren “interpretaciones alternativas de la realidad” o lenguaje de engramado significativos o significancias; donde lo fantástico –dentro de la narración y lo narrado- es sólo un paso de ciénaga, una vía de mucho suspenso y con miles de sorpresas al acecho. Si el llano ha sido espacio prolijo para los espantos, igualmente ha parido los hombres dignos de enfrentar a estas sombras de la otredad.
Isaías Medina López-Duglas Moreno


LAS PALABRAS DE LA NOCHE
En la siguiente sección se presentan los textos ganadores o menciones de honor en el Concurso Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel”, todos pertenecientes a autores nacidos o residenciados en el estado Cojedes. Cada entrega, dependiendo el año de realización y edición, del certamen estará antecedido por una breve reseña del autor del texto.

*JUVENAL HERNÁNDEZ (Tinaco, Cojedes, 1933). Cronista de su ciudad natal. Entre sus libros se cuentan los poemarios: Exclusas de Confesión (1994), Palabreo del Adiós (1979), Ocho Cantos de Amor (1981), Poemas de Incertidumbre (1991) y seis textos de historia regional.

LA NOCHE DE: EL CANILLÓN
El último botiquín que en el pueblo permanecía abierto, situado en la esquina de la avenida Bolívar, cruce con calle Flores, estaba a punto de cerrar por lo avanzado de la hora. Eran casi las once de la noche. La mayoría de los pobladores dormían. Los amplios portones hacían las veces de celosos guardianes, mudos e imperturbables, reforzados en el cuido de sus dueños por la tranca segura y aldaba inseparable.
Las ventanas, mostrando sus alegóricas mamparas, dejaban entrever, a la luz de encendidos velones, ofrecidos al santo de la devoción, una pequeña cuota de la intimidad de la casa.
Los tejados rojos, unos, pajizos, otros, tejidos por las manos de albañiles, o alarifes antañosos, eran graciosos corredores de noctámbulos gatos y pensión de sempiternos murciélagos que agitaban el aire con sus grandes alas.
Las aceras, sobre las que la brisa pasa su escoba recogiendo lo que otros han dejado atrás, eran hilos de cemento y piedra por donde se van los pasos de los pobladores, en los días, con perfiles de sol, y en las noches con luces de luna, o ligero alumbrar de luceros, extendidas bajo el zócalo de la casa, eran cintas plateadas como si la calzada de la calle se prolongara buscando subirse a los techos por las paredes del poblado.
La brisa, paralítica las más de las veces, muy poca se sentía. Sin embargo, de vez en vez, una escuálida racha se colaba y apenas movía las hojas de los árboles, llevando consigo un grato olor de mastranto lejano o el ácido aroma de los orines de la vacada que en la calle tenían sus lechos tan igual al potrero que les era común.
El dueño del botiquín, quien a la vez era el dependiente, atendía a la clientela de acuerdo, a cómo se lo permitía, el carácter bilioso que le configuraban sus funciones hepáticas, había corrido la voz de cierre a los pocos parroquianos que se encontraban en el interior del negocio.
Las luces del pueblo se habían apagado desde hacía rato, a la hora nona de la noche. Esas no volverían hasta el siguiente atardecer, ya casi pasaditas las seis de la tarde, cuando unos tambores, empujados por manos laboriosas, preñaran de combustible y lubricante la panza del motor que debía generar la luz al pueblo, encendiendo muy tímidamente unas cuantas bombillas de muy poco voltaje. Luz que cotidianamente era lánguida, mortecina, triste, era como apenas un cocuyo en la noche.
- Amigos míos, es hora que se vayan- dijo el hombre del bar, un negrito de mediana estatura, pelo ensortijado, ojos agrizados, lucía una camisa marrón manga corta, pantalones que una vez fueron blancos y viejos zapatos de dos tonos.
Luego, con voz ácida les espetó:
- Mi negocio es vendé y vendé... -guardó un mínimo de silencio y agregó... pero no aguanto más.
Seguidamente se pasó las manos por la cara, estrujándose los ojos, en señal de tener mucho sueño. Después, las dejó correr de la cabeza hasta la cintura, dándose una fuerte frotada con la que quiso indicar que el cansancio, también, lo dominaba.
-Servínos un palo más, vale, y nos vamos- dijo uno de los consuetudinarios clientes, a la vez que mostraba una hilera de dientes que reflejaron, en sus abundantes orificaciones, la escasa luz que se bamboleaba, prendida al extremo de una vela, aplastada sobre un pequeño tarro invertido colocado en el mostrador que hacía las veces de barra.
-El botiquinero refunfuñó algo, pero, sin embargo, tomó por el cuello una botella, de las que estaban en la armadura, le quitó la tapa sirvió tres palos largos de aguardiente claro, y luego abrió una caja llena de hielo conservado con aserrín, sacó de allí un botellón de cerveza que destapó y colocó con dos vasos de casquillo, para aquellos bebedores.
Luego, como se demoraban en irse, les apremió a que lo hicieran. Inmediatamente les soltó un adiós que nos les auguraba ni siquiera un sueño feliz, a la vez que les exigía el pago en moneda constante y sonante de la consumición.
Uno de los hombres alzó su copa. Vació el contenido de ellas en lo más profundo de su garganta, como si se tratara de un gargarismo, tragó violento , tosió, carraspeó duro, devolvió el vaso al mostrador, canceló y salió por la única puerta que a medias se encontraba abierta.
Los demás quedaban allí, parecían indiferentes. Los de las cervezas ya casi la vaciaban. Los otros, tomaban despacio como si estuvieran dispuestos a permanecer más tiempo allí.
El dueño del bar recogía peroles, aplastaba cucarachas, mataba zancudos con las manos, perseguía ratones incursionadores en la vieja armadura, dando tiempo a que remataran el palo aquel. Ya le parecía interminable la presencia de aquella gente en el bar.
Bueno vale, qué vaina es esa -fue la áspera advertencia que les hizo acercándose al grupo, para continuar diciéndoles- No quiero amanecé aquí, vamos pues, eso es saliendo- y palmoteó con las manos como quien arrea manada de animales.
Al rato, empujando a uno, halando a otro, a tiempo que le inquiría a los restantes que se fueran, dio una gran soplada a la vela.
La llama bailó una danza de resistencia, las sombras giraron al compás de la misma, y al final se apagó comenzando a despedir el olor suigéneris de la combustión interrumpida, y candado en mano, con la gente ya en la calle, cerró la puerta.
Seguidamente se fueron. Unos acompañaban al botiquinero, pues eran vecinos y las calles a seguir eran las mismas. Estos alborotaban. Voces altas y fuertes risas iban regando en su trayecto sobre la quietud de la noche.
Otro, se fue con su carga de soledad en sentido contrario a los anteriores. Irá hasta su casa, como los demás, a pasar el éxtasis etílico de su parranda sobre el nuevo catre, que quería estrenar con la hermosura de su negra, que seguramente no había pegado un ojo esperándole entre asustada y con la esperanza del gozo que le significaba el nuevo mueble.
Quedó uno solo de ellos. Este permaneció parado en la esquina del bar pensando por donde irse mejor. En más de una ocasión había dicho que el aguardiente le daba valor y fuerzas para enfrentarse a cualquier cosa. Sentía como le invadía una cierta embriaguez.
La verdad era que en ninguna oportunidad de su vida había caminado solo en la noche. Recordó que, siempre, sin necesidad de proponérselo, andaba acompañado de alguien en sus juergas nocturnas.
Pero, ahora era diferente. Sumergido en aquella soledad del pueblo, en una noche oscura en la que apenas se podían distinguir las cosas, sobre todo las lejanas, por su mente pasó el recuerdo de aquellos cuentos que oyera cuando niño: “El Carretón”, “La Llorona”, “El Enjustanao”, “La Procesión”, “Las Ánimas”, “El Tirano Aguirre”, “Asmodeo”, “La Bola de Fuego”, “El Ahorcao”, “El Canillón”, “El Silbón”, “El Niñito Llorón” y muchos más. Sentía que una gran intranquilidad le comenzaba a dominar.
Recordó, además que él en alardes de nada temer, para asustar a niños y mujeres, temerosos de fantasmas, había inventado muchas aventuras de ese tipo y echado cuentos de la misma calaña.
Él, que había dado rienda suelta a su imaginación creando criaturas fantasmagóricas, tétricas, alucinantes, de pesadilla, sentía ahora algo así como una premonición que le indicaba que algo serio y terrible le iba a ocurrir.
Alguien le había dicho, una vez, que de tanto inventar esas historias de fantasmas y aparecidos, iba a caer en el asombro de sus propios fantasmas.
Se recostó de la pared. Inspiró un poco de aire que le robó a una leve ráfaga, que rauda pasó por su lado, y luego la expulsó contaminando la poca brisa que seguía a la otra con su podrido vaho alcohólico.
Alzó los ojos buscando compañía en los alrededores, pero únicamente encontró soledad, penumbra y silencio. Un movimiento de algo, a una cuadra de distancia, le hizo pensar en la presencia de alguien, pero, luego de una nueva ojeada logró distinguir la figura regordeta de una vaca echada cerca del portón de una de las casas.
Sin embargo, sintió valor después de deducir que al faltarle compañía de una persona bien valía la pena la presencia de un animal. El trance le era difícil. Así, pues, haciendo de tripas corazón, trató de irse por la calle con la ilusión de encontrarse con un animal, aunque fuese, para darse algo de valor.
Dio varios pasos, caminó apenas unos poquísimos metros. Se detuvo. No sabía qué hacer si irse o esperar allí la llegada del amanecer. Quedarse era necio, absurdo. Irse era, tal vez, salir en busca de lo que le esperaba, pero no le quedaba otro camino. Así que con su bagaje de miedos se decidió a salir para su casa dándose ánimos.
- Por aquí me voy, ni me quedo, ni me devuelvo - se dijo - salga sapo o salga rana, así será- continuó aseverándose muy íntimamente.
Sentía miedo. Nunca le había ocurrido. Pero, siempre, hay una primera vez. Pensó en un amigo que, una vez, hablando con él, le dijo que en casos como éste, que él estaba viviendo, cuando se tenía miedo de permanecer solo, nada mejor que ponerse a hablar consigo mismo, o cantar una canción en voz alta, o silbar una melodía, o hacer ruido con algo que se llevase a mano.
Con esta idea que le había llegado, así tan de repente, se dispuso a partir. Agradeció mucho el consejo de aquel amigo que no sabía donde estaba por estos días, y sopesando las alternativas se decidió por la más convincente, de ellas. Y se fue caminado por la calle donde se encuentran la “Casa del Santo”, llamada así por ser la casa habitación de los guardianes del Nazareno, y la Casa del Concejo Municipal, llamada la “Casa de Gobierno” porque allí, además del Consejo Municipal, funcionaba la Jefatura Civil y el Juzgado de Distrito. Otros le decían la Cárcel Pública, debido a que en sus instalaciones estaba ubicada la Policía del pueblo.
A los lados de su caminar divisó aleros, paredes, árboles de vieja data. Al frente veía como se le iban acercando las rejas de aquellas Plaza Bolívar que, llevando el nombre del Padre de la Patria, lucía un busto de otro Héroe de la Independencia: el Gral. en Jefe José Laurencio Silva, hijo de este mismo pueblo. Todo ello lo distinguía en una escasa visibilidad que la oscuridad le permitía.
Aplicando una de las fórmulas que le podían inyectar ánimo, comenzó a hablar en voz alta consigo mismo. Se hacía preguntas y les daba rápida contestación. Se daba consejos. Se hacía recriminaciones. Cuanta cosa se le ocurría escapaba de sus labios. Pensaba en voz alta. Pero, no, el subconsciente, trabajando a todo dar, le traicionaba. Los ojos le iban de uno a otro lado, buscando en sus travesuras algo que no quería encontrar.
Oteaba en las distancias. Escudriñaba en las cercanías. Miraba y remiraba en su entorno. Vigilaba la ruta que seguía. Esta actitud le molestaba porque le distraía. Le hacía perder el hilo de la conversación íntima que pretendía sostener. Por más que trataba de volver a ella no le era posible la recuperación firme del pensamiento Desistió de esto cuando apenas llegaba a la esquina de la plaza.
Quiso cruzarla en diagonal, pero, no pudo porque sus puertas permanecían cenadas. Se aferró a ellas con vehemencia. Al final, un suspiro de impotencia se le escapó disolviéndose en el aire de la media noche.
El aguardiente comenzaba a hacer sus exigencias. Una sed inmensa comenzaba a martirizarle la boca y la garganta.
-¿Dónde beber agua? ¿Dónde tomar algo? -se preguntó y el mismo se dio la respuesta- No encuentro nada.
Se fue por la acera norte de la plaza. Ya no conversaba. Se dedicó a silbar. Pero, miraba insistentemente hacia adelante. No se atrevía a bajar la mirada, atento a lo que se le pudiera acercar sorpresivamente, para tratar de correr. Escaparse. Huir. Tropezó con un piedra, tirada en la acera, y perdió el equilibrio, no cayó, pero se le fue el silbido de los labios y sólo pensaba en los fantasmas de la noche.
Perdida la serenidad para conservar consigo mismo, o para poder silbar, sacó de sus bolsillos un grueso manojo de llaves. Comenzó a sonarlos, primero, en las manos, luego contra sus muslos, más tarde contra el enrejado de las plazas, y después, las zarandeaba al aire. Aquella idea que era aguijón de miedo, de temor y de pánico, no le abandonaba con sus tétricas punzadas.
Se detuvo un instante. Quiso regresar y no lo hizo. Quería hablar, silbar, correr, hacer ruido, pero el miedo se lo impedía.
Justo entonces sonaron doce campanadas en la iglesia. Sintió sacudirse a su lado los muertos que transitan al filo de la media noche. Sabía que las campanas no suenan solas, mas imaginó que habían sido tocadas por el sacristán cumpliendo con la tradición de, en funciones de sereno, avisar la llegada de las doce de la noche con igual número de campanadas.
- Sí, claro, han sido tocadas por el sacristán- se dijo mentalmente.
Sintió un poco de ánimo con ese pensamiento. Pensar que había alguna persona cerca le dio coraje y con decisión se fue siguiendo su camino.
Llegó a la esquina nordeste de la plaza. Cruzó hacia el sur y con unos pocos pasos quedó frente a la iglesia. Volvió al recuerdo de los fantasmas y tuvo miedo de levantar la vista. Tenía los ojos fijos en la punta de sus zapatos, hasta entonces no se había dado cuenta que estaban raídos y desconchados en las puntas, con mugre barro y bosta de la calle. Sólo se veía él, es decir; su parte inferior, de la cintura para abajo. Le pareció que parado allí se encontraba incompleto. Apenas movía los ojos, de un lado para otro, y en un reducido espacio que, poco a poco, fue alargando a medida que sus impulsos dominaban la situación. Por eso, los fue deslizando lentamente hasta tropezar con el centro de la calzada, luego con la acera de enfrente y allí los dejó posados.
De repente sintió un escalofrío que estremeció todo su ser. Los pelos se le pusieron de punta, la epidermis se le volvió un erizo. Un frío, no sabía de dónde, se le estaba calando hasta los huesos. Presentía que algo no muy distante le acechaba. Era una terrible sensación. Trató de rezar, mas no pudo. Sintió la desesperación de no saber rezar. Recordó que nunca quiso, desde niño aprenderse las oraciones que su madre se empeñaba en enseñarle. Cuando, en su casa, trataban de enseñarlo, ya adolescente, salía con una bravuconada. Ahora, lamentaba no haber aprendido aquellos rezos.
Rebuscó en su interior un tanto de valor y cambió su comportamiento. Se sintió diferente, había pasado la crisis, el pánico se había ido. Recuperado, deslizó su mirada hacia la pared frontal de la Casa Cural. Vio su amarillo colonial, y entonces, cosa curiosa, comenzó a recordar todas las casas amarillas que había conocido. Ello le sirvió para abstraerse, un poco, de la angustiada del momento.
Dio varios pasos más y al cambiar su mirada hacia el lado opuesto fijó los ojos de la parte sur de la fachada de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario de la Chiquinquirá de El Tinaco. De pronto no quería avanzar más, ni con la mirada, ni caminando. Le parecía que algo lo detenía.
Volvió el escalofrío. Otra vez el miedo en forma de erizo sobre la piel. Una brisa pasó fugaz, parecía que le halaba los pantalones. El miedo se le arrinconaba en todas las partes del cuerpo. La mente se le plagó, nuevamente, de recuerdos asustadizos.
Vuelta a pensar en las oraciones y nada. Le vino a la memoria, nuevamente el sacristán. Quiso encontrárselo para abrazarlo, hablarle, tenerlo a su lado, que le hiciera compañía y con su ayuda terminar aquella agonía. Así cobró fuerzas otra vez. Lo buscó cerca, pero no lo encontró.
- Si tocó las campanas, está en el campanario- se dijo para sí.
Alzó los ojos para tratar de verlo en lo alto, donde están las campanas y los que vio le heló la sangre. Un hombre inmenso, semejante a un gigantesco muñeco, de largas piernas, que montado en el campanario las estiraba hasta el suelo. Perdió el aliento. No podía hablar, menos gritar, ni dar un paso, tampoco correr. La impresión le dejaba en el pecho un terrible susto cardíaco. Era un ser grandote, delgaducho, fumándose un tabaco tan descomunal como él mismo.
Las piernas las bambuleaba de una puerta a otra, en la entrada de la iglesia, y las chocaba, luego, arrancando chispas de candela con sus tobillos y talones. Aquel ser reía diabólicamente.
Ja. Ja. Ja. Ja. Jaaaaaaa... Ja. Ja. -Era risa satánica.
Aquella risa grave, profunda, estentórea, invadía sus oídos, mientras un vaho de sulfuro le llegaba a la nariz.
Los brazos los extendía el fantasma y le quedaban sobre la techumbre de la iglesia y cuando recogía sus manos aparecían amontonadas sobre los balcones de la fachada.
Sentía que la muerte le llegaba en forma de fantasmas, de noche oscura, de pueblo solitario, de angustia sin compasión. Estaba inmóvil. Sin embargo, hizo un esfuerzo supremo y sus ojos, que parecían dominados por aquel extraño ser de ultratumba, comenzaron a girar como lo dictaba su voluntad.
Apenas les dio vida trató de desviarlos de aquel sitio y, muy poco a poco, lo fue logrando hasta que ¬comenzó a sentirse con libertad de movimientos, capaz de caminar y sobre todo correr. Dio la espalda y salió a todo escape. Ya no le importaba hacia donde dirigirse. Correría y correría, hasta perderse de aquel lugar y llegar a su casa, para pasar aquel asombro.
Alcanzó la esquina norte de la iglesia y cruzó hacia el río, hacia el este del poblado. No había andado ni una cuadra cuando desde el alero de una casa le llamaron.
- ¿Señor, señor, qué le pasa? -le dijeron- -¿Por qué corre tanto?- le volvieron a interrogar con vivo interés.
Detuvo la carrera, descansó por breves segundos. Nuevamente se sintió seguro. Hizo cortas inspiraciones. Expulsó fuertes bocanadas de aires. Recuperó la confianza en sí mismo. Extrajo un pañuelo, amarillento por el sucio, del bolsillo del pantalón y se lo pasó por la frente secando el sudor, que parecía siglos, que le estaba corriendo y cogió aliento para responder al interlocutor que aún no había visto.
-Vengo asombrado de la otra calle, compañero- contestó jadeante.
-¿Qué hay en esa calle? -fue la nueva pregunta.
- Algo horrible- replicó casi sereno ya, por la presencia de alguien junto a él -¿Pero, que es eso tan horrible?- le insistieron en la pregunta.
- Me ha salido “El Canillón”, sentado en la torre de la Iglesia -le dijo, y le agregó- es un aparecido con las piernas y brazos muy largos.
Seguidamente oyó una risita muy fina -Jii Ji Jiji-.
Ésta le pareció conocida. Un ligero sacudimiento le estremeció al compararla con la que anteriormente había oído en la iglesia. Esta vez era una carcajada cargada de humor malsano. Con un rintintín de mofa.
Intrigado buscó al que le hablaba y lo divisé viéndolo como un hombre pequeño sobre el tejado. Entonces el hombrecillo se removió, a la vez que burlonamente le decía:
- ¿Serán tan grandes como las mías? - mientras extendía sus piernas y las posaba en el alero de la casa de enfrente, haciendo un puente entre los dos techos y moviendo sus manos sobre las rodillas, a la vez que reía grotescamente, murmurando:
- ¿Será posible, que tú que me has descrito infinidad de veces, te asustes al encontrarme?.
Ya era demasiado. Entornó los ojos. Cayó al suelo violentamente y se sumió en la inconsciencia hasta el siguiente día en que fue recogido por lugareños que a horas muy tempranas se aprestaban para ir a sus diarios haceres.
Después, ya recuperado y con el amargo sabor de tal experiencia, juró no beber más en su vida, no seguir siendo el noctámbulo empecinado, aprender a rezar y olvidarse de chistar con los fantasmas, sean imaginarios o los de purita verdad.¬

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*RAMÓN HERNÁNDEZ (Naguanagua, Carabobo, 1961 y residente en Cojedes). Integrante y directivo de importantes agrupaciones culturales de Cojedes, también actor y técnico teatral con experiencia en festivales internacionales de teatro y cultor del fandanguillo. 

LOS ESPANTOS DE LA VILLA
Lo que nunca imaginé, es que aquel turno sería inolvidable. He tenido grandes sustos, pero ¡Pija! Aquella noche se me mojaron los trapos, el corazón me dió un salto, el pelo se me paró, setí miedo en las rodillas que ahí mismo se me aflojaron.
La prevención estaba estrenando nuevo comandante; se trataba del coronel Tosta Luis Veles, hombre de confianza de mi general; infatigante en su labor de Comandante, astuto y sagaz, duro con los enemigos del Gobierno y del Benemérito, no titubeaba para arrestar a cualquiera, civil o militar, incrédulo y gran jugador de gallos igualito que mi general. Un día estaba de guardia y se me ocurrió pedirle permiso, para ir hasta la tinaja, que se encontraba al final del pasillo, frente al patio de formación.
El soldado es de hierro y si bebe agua se oxida... además recuerde que el general José Manuel Hernández, alias “El Mocho” se alzó y está comandando a un grupo de insurrectos, enemigos del Gobierno y del Benemérito... así que abra bien los ojos, no se le vaya a aparecer y le vuele la chuza. . .Ja, Ja, Ja, Ja, Ja...
Pasaron los días y con ello llegó el invierno; la ‘Villa reverdeció nuevamente junto a su majestad el río Tirgua, caudaloso y bondadoso como la naturaleza misma. La diana anunciaba un nuevo día, la noche había transcurrido lluviosa y tempestuosa; un intenso olor a tierra mojada invadía la cuadra.
Hoy, como todos los domingos, debía cumplir con mi guardia de centinela; desde que me reclutaron eran muy pocos los domingos que compartía con mi familia; en donde cumplíamos con la estricta ceremonia del sancocho dominguero. El estirado ritual, comenzaba con la llegada de mi abuelo: apertrechado, para cumplir con tan importante acto familiar. Luego de la comida, nos divertíamos con sus cuentos e historias tan fantásticas como él mismo.
Formados en el patio de la prevención, mi sargento Suárez, anunciaba nuestro punto de guardia. Todo era alegría, como siempre, los habitantes de la Villa, lucían sus mejores trajes domingueros; algunos con el pretexto de oír misa, pero que en el fondo, no eran más que una excusa para oír los sermones del padre Hilario, quien atacaba al Gobierno de vez en cuando; otros se limitaban a pasear por los inmensos pasillos de la plaza, en busca del chisme del día. Mi coronel Tosta agarraba unas calenteras porque nunca faltaba un chismoso que le fuera con el cuento de los sermones del padre Hilario.
Carajo, se me resbalara el curita ese, caray.
Aquella noche, la gente comenzó a retirarse temprano, la lluvia parecía inminente. Los últimos en retirarse fueron los vendedores de torrejas, cotufas, niño envuelto y pan de horno. Las lámparas de carburo se iban apagando una a una, hasta dejar que aquella masa oscura y turbulenta me devorara, convirtiéndome en un zombi. Esporádicamente, a través del grueso telón de nubes, se asomaban enceguedores y violentos relámpagos; iluminando las fantasmales casas de techos rojos.
El pesado máuser me lo terciaba de lao, mientras peregrinaba por aquellas desoladas y tenebrosas calles. Frente a la casa “La Molinera” donde mataron al Soberano del Pueblo, el general “Ezequiel Zamora”, una manada de perros realengos, con ojos de candil me atacaron obligándome a una urgente pero inocente retirada. En mi veloz carrera, en la esquina de la Cruz Verde, tropecé con un botalón cayendo largo a largo, que hasta los perros me mearon en aquella desigual pelea; mientras que desde un patio cercano, se oía, a un mal nacido.
Cuje, cuje boca negra, cuje... cuje... cuje...cuje...
Como pude, a uno de mis atacantes logré asestarle un coñazo, con el máuser, huyendo todos de aquel lugar; empantanado y todo turuleco, decidí regresar hasta mi punto de guardia, ubicado en la esquina, frente a la iglesia de la Concepción. Una vez en mi punto y agotado por lo sucedido, decidí sentarme debajo del portal central de la iglesia; poco a poco me iba apoyando en la pesada puerta de madera; un coro de grillos y sapos acompañaban esporádicos y lejanos truenos, mientras que yo, hacía grandes esfuerzos por mantener mis párpados abiertos.
De pronto, mi cuerpo se paralizó, al sentir a través de la gruesa y pesada puerta. Habían soplado a mis oídos. Los pelos se me pararon mientras que; un intenso frío recorría todo mi cuerpo. Constantemente los bancos se movían, niños que lloraban, ruidos extraños, risas y gritos todo ello dentro de la iglesia; quería retirarme de aquel lugar pero mis piernas no respondían, aquellos muertos, estaban a punto de volverme loco, hasta que logré apoyarme en el máuser, para escapar de aquel lugar de espantos.
Sentado al otro lado de la plaza, buscaba una explicación a lo sucedido; en mi cabeza todo era confusión, de pronto un relámpago iluminó toda la plaza como si fuera de día; por el pasillo central, apareció aquella mujer.
Caminaba lentamente, con la mirada fija en el piso, su cabellera era suelta y descuidada, pensé que algo malo le estaba pasando.
Señora, en qué le puedo ayudar...señora...señora... soy yo, el centinela...
Sin importarle mis palabras, ni mi presencia; la extraña mujer no vacilaba en caminar, su rumbo era fijo y seguro; de repente frente a la iglesia comenzó a crecer, extendiendo sus dos brazos para tocar el portal de la misma
Virgen del Carmen Bendita, pero... ¡si esto es La Sayona!...
Sentí el miedo en las rodillas que ahí mismo se me aflojaron. Antes de que terminara de asombrarme, la gorra me la voltié, con lo de alante pá trás; me presigné y me tapé la cara para no ver aquel aparato tan espantoso, recé un Padre Nuestro y un Ave María a todo pulmón, esto según mi abuelo, había que hacerlo para que el espanto se fuera o si no; que le dijera groserías, que también los corría. Concluida la oración, me destapé la cara, el espanto ya no estaba, se había ido. Todo tembloroso me senté en un banco cercano; no podía salir de mí asombro, mi abuelo tenía razón, La Sayona existía y yo la había visto. Rato después, comencé a oír unos extraños sonidos, que provenían de todas partes, me encaramé en el banco, para ver lo que estaba ocurriendo, mi sorpresa no tenía límites.
Cuando por un lado de la iglesia de La Concepción apareció aquella manada de lechones, a través de la oscuridad podía ver la hermosura de los graciosos cochinillos; cuando pasaron frente a mí, la belleza de aquellos animales era incomparable, en mi vida no había visto nada igual ¿Quién era el dueño? Y ¿Qué hacían a esa hora por allí? ¿Hacia dónde se dirigían?
Después de todas aquellas interrogantes decidí seguirlos calle abajo; hasta que llegaron a la esquina de la toma de agua, cruzando cerro arriba hacia la iglesia San Juan; a medida que se acercaban a la iglesia los lechones iban creciendo.
Bendito sea Dios, este es otro espanto...
Sin pensarlo dos veces, nuevamente me volteo la gorra con lo de alante pa’ tras.
Virgen de la Coromoto, Virgen de la Chiquinquirá, Virgen del Carmen Bendita, Virgen de la Soledad aparten de mí esos bichos....
Dicho esto me persigné y cerré los ojos; cuando los abrí allí estaban los cochinos pero ahora más grandes, cerré nuevamente los ojos y esta vez comencé a decirles groserías, las que repetía una vez agotado el repertorio. Cuando consideré, que se habían ido abrí los ojos; frente a mí estaba el mismísimo mandinga, los cochinos se habían convertido en una manada de monos, que botaban candela por los ojos y por la boca.
Cuando reaccioné estaba en la prevención más jipato que un resucitao, sentía que me estrujaban el pecho, mientras mi sargento impartía las órdenes.
Tráiganme agua y una silla...
Un grito desgarrador salió de lo más profundo de mi ser, que hasta mi coronel Tosta se despertó.
Sargento... ¿Qué saperoco es ese?
Mi coronel; al soldado Felipe parece que lo asombró un espanto.
Ah carajo sargento... usted también cree en esas pendejadas... no le parece raro, que sea el primer turno, el que ve los fantasmas... a mi me late que estos carajos como que nos están tomando el pelo y les vengo haciendo un seguimiento; no me van a seguir jodíendo con el cuentico ese de los muertos y los fantasmas... además ¿Quién dijo que lo que se entierra sale?.. y si es verdad que le sale uno de esos aparatos, échenle plomo, pa’ qué coño tiene una carabina, después averiguan que carajo pasó... a mi modo de ver las cosas, aparte de usted, sargento, aquí no hay hombres con los cojones bien puestos... a ver soldado, échele el cuento... ¿qué fue lo que vio?
Mi coronel, con todo el respeto que usted se merece, déjeme decirle que yo sí soy un hombre y que en mi vida he visto y oído cosas raras sobre todo, en las sabanas pero; lo de hoy no tiene nombre.
Eche pa’ fuera hombre y dígame qué le pasó...
Después de haber oído con atención mi historia, esta fue su respuesta:
Sargento... meta a este carajo preso por negligente, embustero y también por quedarse dormido en la guardia.
El próximo que me venga con el mismo cuento lo arresto.
No podía dormir en aquel oscuro y húmedo calabozo, el canto de los gallos anunciaba un nuevo día, de repente un nuevo alboroto despertó a toda la cuadra, todos corrían hacia el patio de formación.
Sargento traiga al soldado Felipe...
Más rápido que inmediatamente se presentó mi sargento.
Felipe salga y se le presenta al coronel.
En el patio un grupo de soldados junto a mi coronel rodeaban a un hombre, mientras que a un lado del patio, una manada de cochinos permanecían atados por sus patas traseras.
Felipe, venga para que vea el fantasma que lo asustó anoche.
Al acercarme no podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Abuelito que estás haciendo aquí...
No sé muchacho, he caminado toda la noche, con este arreo de cochinos que treigo del Cacao, rumbo a la pesa que está aqué mesmo, en La Morena; un centinela que me vido, cuando venía por la calle real, salió como alma que lleva el diablo, al ratico llegó un pelotón y ya usted ve...
Sargento, usted es testigo de la confesión de este anciano y su nieto.., por eso es que cuando yo digo, que la burra es negra, es porque tengo los pelos en la mano.., no hay que ser un científico para darse cuenta de la complicidad manifiesta, en estos vende patria... he aquí una célula desestabilizadora, cómplices de los enemigos del Gobierno y del Benemérito.., está clarito el plan...aterrorizar al común y a los soldados para tomar el poder... mañana mismo sale una comisión para la capital y me dejan a estos dos en La Rotunda...
Pero mi coronel mi abuelo y yo somos inocentes...
Silencio farsalio, desde este momento considérense presos del Gobierno y del Benemérito.


*JOSÉ LEONARDO OSPINO (San Carlos, Cojedes 1983). Egresado de la Escuela de Arte Integral Luis Luksic en 1991 y de la Escuela Regional de Teatro del estado Cojedes. Actor y Técnico de la Compañía Regional de Teatro . Su obra Un tal Demetrio Zanoja, se editó en 2001como texto teatral.

UN TAL DEMETRIO ZANOJA
Día uno:
Caminaba Demetrio Zanoja por las calles de Las Vegas, cuando pasó por la plaza, escuchó una conversación muy amena;
- Mire compadre ¿Usted sabe lo que está pasando por el camino hacia Lagunitas?.
- No, compadre.
- Dicen que sopla un viento (en susurro) “y la vela nunca se apaga, a uno se le paran los pelos de punta y cuando se le acerca alguien se apaga inmediatamente”.
Demetrio se acuerda que su difunto padre decía (cuando aparece algo así era que el muerto quería darle los reales a alguien).
Demetrio que era un hombre con mucho menester, partía hacia el lugar donde oyó que aparecía el muerto, como Demetrio era un hombre pichirre decidió comprar 6 cambures para comérselos por el camino. Como para que no le hicieran bulto los peló y se comió la concha adelante, ¡por si acaso!, Un muchachito que por allí pasaba, después de observarlo dijo: ¿Señor Demetrio -comer concha de cambur no hace daño?
Mire mijo, lo que venga de la naturaleza es bueno pa’ uno el hombre; además yo voy hacer un trabajo, donde voy a coger mucho real pa’ comprarme todo lo que me haga falta, y ayudarlos a todos ustedes.
Partió Demetrio hacia donde estaban los reales. Para llegar al sitio debió cruzar por el lado más vado del río. Como estaba cansado del largo trajinar sacó su por si acaso y se comió sus 6 cambures. Ya la noche había caído. Demetrio estaba esperando con ansiedad que apareciera la luz del muerto. Demetrio no era un hombre noctívago, casi cuando estaba rendido por el sueño, en el monte, a lo lejos, ve una luz que lo deja midriático y del susto cae al suelo. Al levantarse Demetrio, ve a un hombre, como una sombra negra que medía 6 metros de alto, Demetrio, que estaba casi mudenco, retrocedió y una voz diafragmática le dijo: -Demetrio, Demetrio para bien la oreja, Demetrio pon atención lo que te voy a decir: al encender la vela, tienes que seguir la luz y en el lugar en que se apague, ese es el sitio donde se encuentra un baúl con mucho testón, demasiado testón; más del que tú te imaginas. Persignándose Demetrio tomó aire y preguntó al espanto ¿Qué tengo que hacer?
- Tienes (Voz ultratumba) que cavar 3 metros de profundidad, pero... en cuanto tengas los reales en la mano.. (Ríe) tienes que hacerme 7 misas en 7 pueblos distintos. Pero... hay algo más importante que tienes que cumplir (Risa)... tienes que casarte dentro de 3 días, sino lo haces te vendré a buscar y te llevaré conmigo a la oscuridad del tremedar, vas a morir (Risa). Demetrio impulsado por su avaricia juró al muerto que cumpliría. El muerto desapareció en la sabana y a la distancia Demetrio vio una luz y empezó a cavar el tan anhelado tesoro.
Demetrio iba de regreso al pueblo, oía como le retumbaba la voz del espanto en la mente y una sudoración extraña invadía su cuerpo: “Es una deuda, si no cumples morirás”. Apresuró el paso mientras iba repitiendo una y otra vez: Tengo que convencer a Claudia María que se case conmigo, es una mula muy buena y no me va a corcovear. Al llegar al pueblo unas mujeres que lo vieron pasar, exclamaron ¡Hay Dios mío! a ese hombre como que le entró el Diablo en persona, míralo como anda.
Cuando Demetrio llega a la casa comienza a tumbarla a golpes, una mujer muy agitada le dice: Demetrio, hijo, ¿Qué le pasa?
Doña prudencia, el cuartico que usted me ofreció el otro día, ¿está desocupado?
Preguntaba mientras imaginaba que así estaría más cerca de Claudia María.
Sí, mijo pase, pase pero no se desespere, que se lo ofrecí a usted na´ más, él internándose con avidez a la casa, entra al cuarto.
Mire, voy a dejarle este saco aquí, ahora más tarde regreso con la ropa y el chinchorro, pero, dígame una cosa antes de irme, la Claudia María... ¿Ya regresó del otro lao? — La mujer sonrió -. No, mijo, pero no debe tardá en venir. (Como él pensaba que vendría pronto, muy ansioso exclamó) - Ya me voy, ahora nos vemos...
Así fue a la plaza y empinándose una botella de los canapiares, gritó: ¡A partir de hoy soy un hombre rico! Todos me tienen que llamar Demetrio Zanoja, El Diablo del Cunabiche.
Toda la gente que estaba en la plaza se quedó admirada, porque sabían que Demetrio era un hombre con mucho tesón en Dios y la Virgen.
Mientras todos murmuraban en el pueblo, Demetrio se metió en la tienda del portugués y se compró un hermoso traje de naquinya. De regreso a la casa imaginaba que era un hombre enteramente feliz, pues tenía el dinero y la mujer que él quería.
Cuando llegó a la casa, consiguió a Claudia María barriendo el patio.
Mujer, menos mal que la encuentro, pa´ que hablemos de lo que usted sabe, y de lo que vengo platicándole hace días en la oreja. Y como yo sé que usted es echá pa´lante, le digo que mañana mismo nos casamos.
La mujer, quisquillosa, se aparta suavemente de Demetrio. Repica diciéndole:
Mire, esto a mí no me gusta nada. Primero usted se me mete en mi casa como si fuera suya, la gente en el pueblo anda diciendo que usted está poseído, porque hizo pacto con un aparecío... Segundo, me pide de un día pa´ otro que me case con usted, pa´ perjudicarme a mí también y como le dije no me gusta nada de esto y así yo lo quiera mucho se va con su entierro pa´ otro lao.
Persignándose continúa diciendo “por la Virgen, que yo no hago pacto, ni me caso con un hombre vendió al Diablo”.
Demetrio no tuvo más remedio que recoger su saco de dinero y partir para su rancho.
Esa noche no pudo con el insomnio aterrador que le helaba la sangre.
Día dos:
Al amanecer Demetrio Zanoja cogió camino al mercado, allí se encontró con Cristina, la empanadera y pensó: Ésta si me la voy a meté en el bolsillo y pidiéndole una empanada le dijo:
Qué buen olor tiene esta empanada, Cristina, una mujer que tenga esta sazón es la que yo quiero como esposa.
Cristina, que era mujer muy cautelosa dijo: Ya sé que usted hizo pacto con un espanto de la sabana y como yo soy mujer creyente no lo puedo aceptar, Demetrio.
Demetrio, desesperado, visitó casa por casa a todas las mujeres solteras del pueblo, imploró, lloró y rogó pero ninguna aceptó casarse con él. Cuando caminaba rumbo a su casa se encontró que en un caserío, a las afueras del pueblo, había una fiesta llanera con muchas mujeres solteras.
Emocionado el hombre y lleno de esperanzas, comenzó a beber y a cortejar a cada una de ellas, cuando de repente, le dieron ganas de orinar y se internó en los matorrales, en medio de la oscuridad para que nadie lo viera. De repente se le aparece una luz como la de una vela, y un hombre le dice: “Demetrio, no has cumplido con lo prometido”. Aterrorizado y pidiendo clemencia cayó de rodillas. La sombra del muerto desapareció. Una voz cuchicheante en el oído retumbaba en su memoria: Demetrio, falta un día.
Armándose de valor corrió al caserío para descubrir que todos estaban dormidos y no le quedó más remedio que partir a su rancho. Solo, en el silencio de la noche comprendió que ni todo el dinero del mundo puede comprar el amor, la amistad, ni mucho menos la paz del espíritu. Intentó orar varias veces durante la noche, pero olvidaba las oraciones. Cantaron los gallos y se quedó rendido.
Día tres:
Eran las 2 de la tarde cuando Demetrio Zanoja despegó los ojos de la almohada y sintió que los rayos del alto sol encandilaban sus ojos y el sudor corría por su espalda. Lleno de terror recogió todo lo que había comprado y lo metió en el baúl y se dirigió al sitio donde había encontrado el entierro. Cuando estaba abriendo el hueco sintió un golpe por la espalda, otro por el costado y privado por el dolor exclama:
¿Por qué a mí Dios mío, qué he hecho?
Y una luz muy pequeña se iba agrandando poco a poco hasta dejarlo ciego, loco de terror y sin visión echó a correr hasta hundirse en el tremedal.
Desde aquel día quien pasa por el camino que da al sitio misterioso, se persigna y tira una piedra a la orilla del camino, dejando así, al pasar de los años “LA PILA DEL MUERTICO”.


Héctor Cardozo Lucena (Barquisimeto, Lara, 1957 y residente en Cojedes). Egresa del Instituto Pedagógico de Barquisimeto en la mención Química (1980), con estudios de especialización y maestría. Dirigió el Instituto Universitario de Tecnología Agropecuaria, IUTEAGRO. Su obra está inédita.

LA LAVANDERA
Alicia miró al cielo. Es casi medio día –Pensó. Hacía como tres horas que había llegado al río a lavar. Siempre buscaba el mismo sitio, le gustaba aquel recodo porque formaba una poza donde podían jugar, sin peligro, sus dos hijos: Juana y Alexis, unos morochos de cinco años que la acompañaban a todos lados y que eran la luz de sus ojos.
A pesar de la dura faena de lavar tanta ropa, Alicia sentía placer, le agradaba sentarse en una piedra negra en forma de sapo por donde bajaba el agua, quedando sumergido los pies en la orilla de la poza.
Ese día a Alicia le extrañó no oír a los pericos ni a los loros que usualmente armaban su escandaloso concierto entre los árboles de la ribera. Había un raro silencio sólo interrumpido por el susurro del río, un canto monótono aprendido desde el principio de los tiempos. Esa música mezclada con el golpeteo de la ropa sobre la piedra, la hipnotizaba. Alicia esperaba ansiosa los días de lavar para disfrutar de la mágica seducción de la soledad, sin preocuparse por nada, solo ella, el río con su canto y sus hijos retozando en el agua. Flotaba en esa atmósfera cautivadora cuando percibió a lo lejos voces de otros niños. Al principio frunció el ceño porque se imaginó la llegada de otra lavandera que vendría a romper el encanto con la infaltable conversadera. Pero luego se resignó pensando que sus hijos disfrutaban la compañía de otros niños. ¡Qué equivocada estaba!
Alicia continuó restregando. Le pareció raro que aún no llegaba la otra mujer. -Mejor así. Quizás se quedó río abajo- Dijo en voz baja. De pronto sintió un escalofrío, un presentimiento que le erizó la piel. Con sobresalto caminó hacia la vuelta del río, de donde provenía el bullicio. Pudo ver a sus hijos tirándole piedras a otros cuatro muchachitos. Los observó fijamente tratando de reconocer algún vecino, pero los pequeños recién llegados siempre le daban la espalda. Muy pronto se arrepentiría de no haber insistido en tratar de descubrir la identidad de aquellos forasteros. Aún sin ver sus caras, se sorprendió del tamaño de sus manos y pies, que resultaban desproporcionados para sus menudos cuerpecitos.
Muy intranquila, Alicia decidió terminar la faena ese día. En cada paso que daba retumbaban las preguntas.
-¿De dónde salieron aquellos niños?- -¿Dónde estaba su madre?- -¿Por qué no la vi?- Con esa angustia enjuagó lo que faltaba y recogió rápidamente la ropa. La sensación de peligro era mayor.
No oigo a los niños -Dijo. Levantó la pesada cesta y corrió a buscar a sus muchachos. Un frío indescriptible se apoderó de su cuerpo. NO HABÍA NADIE, LOS NINOS DESAPARECIERON. De su garganta salió un alarido penetrante, desgarrador que inundó la ribera. Fue el único grito que pudo exhalar de sus pulmones. El hermoso rostro de Alicia se desfiguró con una mueca de espanto y los ojos se desorbitaron cuando, en los últimos momentos de cordura que le quedaban, comprendió lo ocurrido. La mujer corrió sin rumbo, detrás de lo invisible. Las piedras del río se encargaron de lacerar su cuerpo con cada caída y la sangre cubrió su vestimenta.
La pobre mujer vagó por muchas horas. Los vecinos del pueblo que estaban en la calle principal quedaron asombrados al ver a una mujer con la ropa ensangrentada y la cara llena de terror. Es Alicia, la esposa de Julián -gritó el bodeguero-. Se fue esta mañana con sus hijos a lavar al río-. Todos estaban desconcertados, sin entender lo que pasaba. Los más viejos del pueblo comprendieron rápido la verdad que traía la desdichada mujer reflejada en sus ojos: LOS DUENDES REGRESARON AL RÍO A BUSCAR MÁS NIÑOS.
De la loca Alicia no se supo más nada. Cuentan que la vieron por el río, en la poza, buscando a sus hijos. Después de muchos años nació otra leyenda: La de una mujer fea y cubierta de sangre que aparecía en el río lavando ropa asustando a los muchachos que iban a bañarse solos.

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Francisco Javier Frías Vilera (San Carlos, Cojedes, 1959). Poemarios editados; De la tierra al olvido (1980); Al desembarco de la noche (1986); Has llegado para dorar mi piel (2002); Narrativa; Crisanto (1989) y La hoguera oculta (1994). Premio Municipal de Literatura de San Carlos (1987) Es integrante fundador y Ex-Presidente de la Fundación Círculo de Arte Nuevo Tramo.

JUEGOS TRADICIONALES
Mira Francisca, esos muchachos no quieren jace caso, es que la Carmencita, la Igua, Antonio y Glade le jecanta burlarse é mí.
No en vaine despué de habé lidiao con tanto generalote, vení a tené que soportá cagones, no digo yo. Esa vaina sí es arrecha. Yo Magdalena la grande jodía despué de vieja.
Quédese quieta Doña Mauda, a fin, los muchachos no le van hacer caso, muchacho es muchacho.
Sí, pero si vienen las ánimas y los espantos, ahí sí, vienen corriendo y chorreao a que cuy, no digo yo, muchacho es muchacho hasta que se caga.
Esas eran las cosas de la abuela, sus infinitos fantasmas aún sobrevolaban su marchita memoria. Una guerra federal que no vivió a plenitud por su corta edad, más sus padres fueron víctimas de la misma y sus almas divagaron por siempre en sus adentros, dejándola marcada para siempre.
Decía, que su hermano Serapio cargaba con sus huesos en una enorme madera que no la apartaba de sí.
No quiso darles cristiana sepultura, con la creencia que le garantizaban mantener una fortuna que jamás dejó entrever que su forma de vestir y lo tacaño que era, dejaba pensar que todo fue falso. Siempre dijo que era un amuleto secreto.
Eran los tiempos de los santos y aparecidos, donde los entierros se encontraban en los traspatios de la casa, en los solares abandonados. Fueron muchos los muertos de guerra reciente que dejaron su oro enterrado, mas no existían bancos y desconfiaban de todo el mundo y nunca se supo en qué lugar. Fue ese mismo día, cuando el ocaso estaba a punto de hacer su aparición, cuando por primera vez Carmencita logró conversar con uno de ellos y a la vez se iniciaron los temores con semejante escena.
-Mira Carmencita, venite muchacha que te va salí un ánima.
-Ya voy amá, es que estoy jugando el palito mantequillero.
-Si no te vení te voy a í a buscá, mirá que está oscuro y los muertos salen pá llevase a los vivos. No juegue, que muchacha pá bruta.
- Déjela quieta Doña Mauda, cuando vea que no hay luz sale corriendo pá la casa. Esa es más miedosa déjela quieta, déjela quieta. Esa no va aprendé de otra manera.
- Gua, como la voy a dejá, será pá que Pancho se arreche conmigo por vieja y rebruta. No jile, eso sí que no. Yo soy Magdalena la Grande quien pelió con Cipriano y nunca me dejé jodé. Pá tené que guantá tripone.
Su carácter era férreo como esculpido en roca de hierro, de una dureza que superaba lo normal, más a su edad que nunca se supo si se encontraba llegando al siglo o lo había superado. Por sus venas corría la historia de cuanto Andino gobernó en este país. Supo de mártir y caudillo, según se le presentaran las circunstancias y jamás se dejó doblegar en los más difíciles momentos, cuando el hombre de La Mulera se hizo dueño de toda la geografía patria.
Esa tarde cuando todos se encontraban jugando el palito mantequillero, de repente como una exhalación, que fue notado sólo por Carmencita, una humareda salió del patio acompañado de truenos y relámpagos, se puso el ambiente radiante saliendo del humo un caballo montado por un hombre blanco de enormes bigotes y vestido de militar de la época Federal. En su boca un largo tabaco encendido y mostraba una enigmática sonrisa. Para su desgracia sólo ella lograba enterarse del asunto, sus primos seguían jugando sin notar su ausencia momentánea. Dejó aparte los nervios y se acercó para ver mejor esa escena tan extraña. Cuando el militar le habló fue que comenzó a sudar frío y le dijo:
- Quiero dejar en sus manos mi fortuna.
En una veloz huida dejó a sus primos solitarios en el patio y no volvió a salir en varias semanas.
Sus primos se burlaron y cada vez que hacían referencia a lo acontecido se encolarizaba y los dejaba solos.
Ella llegó a pensar que todo era producto de las recriminaciones de su mamabuela y para evitar tener algún problema con su hijo le infundía miedo en la oscuridad. Durante esos días evitó hablar del asunto, para no tener que aguantar la letanía, lo dejó como parte de sus fantasías, más sabía que por su edad no le creerían tal historia.
Hubo de pasar más de una semana para que aceptara jugar con sus primos en el fondo del solar. En esta ocasión decidieron jugar la semana. Ya se estaba poniendo tarde y nuevamente Doña Magdalena inició la letanía, más por precaución que por el muerto.
- Mira muchacha te vá a salí un muerto y te vá a llevá, es que queré ite con él. Gueno, si jací es la vaina que te lleve.
- Doña Mauda déjela que juegue al fin no está sola Clemencia está en la cerca.
- Sí, pero el otro mocoso no pué con su alma, va a podé cuida a jotro. Ojalá le salga un muerto, pá que deje la maña. Despue Pancho le va a pegá, eso sí lo tiene merecío por porfiá.
La vecina que se encontraba con ellos en ese día se llamaba Clemencia y tenía unos diez años viviendo en el barrio. Ya era parte de la comunidad y su hijo Nicanor nació en el pueblo. Esa tarde había salido con los muchachos en el patio. En ese tiempo las casas se dividían con troncos y alambres de púas, dejando una puerta para poder comunicarse.
Eran las seis y treinta de la tarde cuando el cielo se volvió de diáfano a turbio, una brisa helada hizo su aparición con características de lluvia. A Clemencia le pareció extraño, más que el invierno no entraría en tres meses, sin hacerle mayor caso siguió divirtiéndose con las ocurrencias de los muchachos. Como una repetición de la última vez, la humareda hizo su entrada acompañada de los truenos y la luz radiante, apareciendo al final el hombre y su blanco caballo. Igual que la última vez, sólo Carmencita logró ver el personaje, quedó petrificada y la piedra que se encontraba en sus manos rodó por el suelo. El personaje se apartó su largo tabaco y le dijo en voz de ultratumba:
- Ven, toma mi oro, es para ti.
Carmencita comenzó a sudar frío y el enigmático personaje le señaló en el suelo el lugar donde se encontraba semejante fortuna. Sin pensarlo dos veces huyó sin despedirse.
Clemencia que sí notó a la niña con sus desvanes quedó con una gran duda y le preguntó a sus primos:
-¿Qué le pasó a esa muchacha, es malcriá o está loca?
Respondiendo Antonio que era el más grande:
- No señora Clemencia, es que Carmencita es miedosa, amá le vive diciendo que le vá a salir un muerto, y cuando cae la tarde, se pone negro se asusta y sale corriendo.
- No creo ese cuento, pá mí esa muchacha vio algo, y debe sé feo pá como corrió pá la casa.
Pasaron varios días hasta que Doña Clemencia logró sacarle a Carmencita la confesión completa de lo que había pasado. Nunca se lo hubiese contado a nadie, llegó a pesar que la tildarían de loca y eso le preocupaba, mas aún no llegaba a los diez años. Clemencia que se sintió algo extraña, sobre todo por el frío repentino de la tarde , sin que el invierno le tocase venir. La llamó desde la cerca de eso de las cinco de la tarde, acababa de regresar de la escuela y aún era temprano para jugar, si es que le quedaban ganas después de semejante susto. Clemencia sin dejarla reaccionar le pregunto:
- Mirá Carmencita ¿qué te pasó el otro día?
- Gua, ná ¿Por qué?
- Muchacha a mí no me vas a engañá, tú viste algo. Pues saliste como ánima en pena y la cara se te puso blanca como un papel. A mí no me vas a engañá, decime qué fue.
- Ná Clemencia, yo no sé qué, pero pá mí, que en jese patio de allá vive un viejo y tiene un caballo grandote.
- ¿Qué es eso muchacha? ¿Qué querei decí?.
- Gueno, que cuando se jace tarde sale a dale é comé ar caballo y como es feo yo sargo corriendo.
- Explícame mejor la vaina que no entiendo.
- El señor saca er caballo blanco a comé.
- ¿Cuál caballo mijita?
- Er de é, cuar va sé. Es grandote y me llama, pero yo le tengo mieo. No vaya sé que me lleve.
- Mirá muchacha, los muertos no salen. ¿Quién te dijo esa vaina?
- Gua mi amá Mauda. Y me dijo que me vaya con é.
Clemencia que era más astuta que la pobre muchacha y que Doña Magdalena le siguió interrogando para conocer mejor que tipo de personaje interrumpía en los juegos de Carmencita y de sus primos y poder entender el frío extraño de ese día.
- Di bien qué te pasó, -Le refutó Doña Clemencia-.
- Cuando estoy jugando é sale a dale é comé ar caballo grandote y me acerqué y luego señala este montoncito de tierra.
- Gua, no igo yo, ¿Qué pue habé ahí?. Yo por eso corro no vaya jace que me quiera enterrá.
No se dijeron más palabras, ya Clemencia estaba enterada de lo que quería enterarse y no deseaba saber más.
Pasaron los años y no se habló más del asunto. Los muchachos crecieron y cambiaron los juegos de la semana y el palito mantequillero por la botella, floreció mi amor y en tiempos de San Juan con el huevo en el vaso de agua, los arfilesó agujas para ver si pegaban y cosas por el estilo. Lo único cierto es que Clemencia se largó a otro país más próspero y nunca se supo de ella. A lo mejor la fortuna estuvo de su parte.


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Eduardo Mariño (San Carlos, Cojedes 1972). Ha publicado el libro de relatos Del diario de un Cautivo (1995); el experimento narrativo Por si los Dioses mueren (1996); el libro de cuentos Cacería (2000); y La vida profana de Evaristo Jiménez (2002); obra ganadora en el prestigioso premio de poesía “Fernando Paz Castillo” del año 2002.

SOMBRAS QUE BAJAN POR EL RÍO
“Vengo para conduciros a la otra orilla donde reinan las eternas tinieblas...” Dante, Infierno, III
A María Quiroz
Hacía rato que había escampado. El río sonaba como una recua de ganado escapando de los jinetes del infierno. La quinta noche de mayo, carajo... la luna se llevó los bagres y se trajo guindado este invierno que parece no acabarse nunca.
Yo estaba recostado en la puerta del bar de Pedro, Brisas del Río, y ahorita que lo pienso, no creo que esa noche hubiese brisa del río, si no más bien un silbido mojado que bajaba del cerro y se le pegaba a la gente en el cuerpo, como una camisa emparamada del sudor del miedo. Estaba ahí recostado del quicio, igual que todas las noches, mascando chimó y viendo pasar a la gente. Recordando.
El llegó como a las ocho de la noche. Era evidente que venía de San Carlos. La gente de San Carlos sólo viene a El Baúl por dos cosas: a beber o a preguntar pendejadas que ya casi nadie recuerda. Mayormente sólo pueden preguntármelas a mí, a este viejo hediondo. Pero deben interesarles mucho esos cuentos de antes, porque aceptan tranquilos mi olor y ocasionalmente me regalan una cajeta, o me brindan unos palos de cocuy, que sin embargo, nunca me quitan este temblor, este escalofrío.
Dije que llegó o que más bien lo trajo el agua, porque venía emparamado y azulito del frío. Se echó un palo y los ojos se le aguaron como a un carajito. Cuando la gente le pierde la costumbre, o nunca la ha tenido, el cocuy los regaña y los patea. A mí, ya el aguardiente no me sabe a nada. Tan sólo el chimó me amarga la lengua un rato, y me hunde en ese velar apendejeado que es el recuerdo. Le preguntó a Pedro por mí. Este se le quedó viendo y me lo mandó para acá, apuntando con el tuco de dedo que le dejó el caribe hace no sé cuantos años. Hablaba apuradito, como si yo me fuera a ir de aquí o si la lluvia lo regresaría pa´i mismo de donde vino. Cuando lo agarré por el brazo tembló como una mujer, y luego se quedó quietico mientras lo llevaba para la mesa.
Cuando se quitó los lentes le vi unos ojos oscuros y asustados. Seguro que una barba como esta debe asustar a cualquiera. Me preguntó si era posible limpiar una montaña y amontonar leña como para un mes en una sola noche, que si era verdad que habían “familiares” rondando en estas calles, en noches como estas. Todo esto lo iba diciendo poco a poco, soltando el cuento como si quisiera echarlo el mismo. Me le quedé callado un rato, esperando a ver que hacía después de hablar. Clarito se le veía el miedo en los ojos. Pero no era que me tenía miedo a mí, sino a mis respuestas. Como si no quisiera que esos cuentos fuesen verdad. Cuando vio que me empujé el palo que me había traído y le iba a contestar, se echó para atrás y se recostó, buscando seguridad en la silleta.
Mire amigo -le dije- aquí se oyen muchos cuentos de esos. A mi me parece que a usted le contaron fue de Jorge Noche. Si va donde Pedro y le dice que me le de una caja de Tarazona y esa botella de aguardiente que tiene en la repisa, yo le puedo conversar un rato de Jorge Noche, porque nadie más que yo le puede echar el cuento por aquí. Vaya pues pa´ que hablemos. Cuando vino, me carraspee la garganta, me eché un trago para enjuagarme la lengua y le empecé, con esta misma voz ronca y agotada, a hablarle de Jorge Noche. De esa sombra que camina de cuando en cuando por estas calles y a quien todos alguna vez le han tenido miedo.
Le dije que para pelar una montaña sólo hacía falta una noche si el brazo estaba bueno y el machete bien amolado. Le conté del cerro que le mandaron a limpiar y que amaneció peladito al día siguiente, con toditica la leña amontonada en una orilla. Que los familiares no rondan calles sino las almas de quienes los llaman a estas noches. Le conté de los desaparecidos en el río y en otros lugares que no es conveniente nombrar ahora. De cómo su negra canoa remontaba el río nada más de mandarla como a una bestia; “pa´lante, vamos pa´lante”. Le repetí, casi susurando, las terribles palabras que Jorge Noche pronunció en la cruz de la pica que queda al otro lado del río, más allá de la carama que dejó el invierno cuando el río bajó por la calle del medio, y que mucha gente todavía dice que se escuchan cuando el río anda arreblestao y han enterrado a alguien en el cementerio del cerro. Nombré las personas que le habían visto bajarse un día de la canoa, en medio del río, y salir sequito pa´ la orilla, como si viniera caminando por una trocha en el agua. Me afincaba en las palabras para ver como le temblaba el ojo, porque afuera, estaba volviendo a desbarrancarse el palo de agua, y los centellazos se reflejaban en la botella y en sus lentes. Le dije que no era bueno preguntar demasiado sobre esas cosas, y mucho menos escribirlas para que otros las conocieran. En eso guardó el cuadernito y se me quedó viendo, como esculcándome los ojos.
¿Y está muerto Don? Fue lo que me preguntó. Yo le dije que las sombras nunca se mueren del todo pues hasta en plena resolana, queda una rendijita de oscuro por donde se cuelan de la otra orilla, a recordarle a uno que también somos sombras, fantasmas perdidos en estas sabanas que en el verano son ardientes peladeros y en el invierno, oscuros pozos de muerte, negras lagunas donde hierven luces misteriosas.
Escuche -lo miré a los ojos- cuando dijeron que se había muerto ese hombre, yo fui el primero en llegar a su casa. Ahí lo que había era una urna en medio de la sala, trancada con clavos, como en los tiempos de antes, no como ahora que eso más bien parece un escaparate de señorita. Me quedé ahí esperando, esperando a que llegara la gente a ver si en verdad Jorge Noche era difunto. Cuando llegó Petra a rezarle, acompañada de un bojote de viejas y curiosos -hasta los borrachitos de los botiquines vinieron- yo me aparté pa´un rincón y me puse a mirar. Ahí no lloró nadie m´ijo, eso era un silencio muy hondo. Luego vino el Jefe Civil a ver lo del muerto, y a preguntar pues, y pidió que abrieran la urna para ver si en verdad ahí había un muerto. Pedro, sí, ese mismito que está ahí, le dijo “cuñao, pero espere que terminen el rezo, mire que eso es malo...” pero nada, ese hombre abrió esa caja con un pedazo de cabilla y ahí fue que vino lo feo mire, ahí salió un mariposero negro, de esas que tienen un como ojito así en el ala. Toda la sala se llenó de esas bichas, que aleteaban y apagaban las velas. Se formó un desbarajuste y ese viejero corriendo y persignándose. Y cuando se medio espantaron las mariposas y se pudieron asomar a la urna, ja!, ahí lo que había era un esqueleto pelaíto, como de muchos años, pero en la boca, en la encía le relumbraba el diente de oro que según y que Jorge Noche le había arrancado con los dedos, a un hombre en San Fernando de Apure. Ahí mismo yo me fui de esa casa, me vine para acá y me recosté del quicio de la puerta del bar, como ahorita que usted llegó.
Cuando terminé de echarle el cuento, ese hombre estaba pálido. Se paró y me dijo, acompáñeme para la puerta. Me preguntó ¿Quién es usted amigo? ¿Por qué usted sabe esas cosas? ¿Cómo sabe todo eso y lo cuenta de esa manera que mete tanto miedo? Yo le dije, eso no importa ahora, váyase ahorita que está escampando antes que lo agarre otra vez el aguacero, mire que ya es muy tarde y no es bueno que ande por ahí a estas horas.
Y me salí, me fui buscando la orilla del río, caminando pasitico a poco. Cuando me di cuenta venía atrás mío corriendo. Me jaló por le hombro y me dijo: “Usted tiene que decirme quién es, a eso fue que vine”.
En eso voltié y le contesté, gritando porque estaba lloviendo y el río sonaba como si estuviese arrastrando al infierno con él: “ya le dije que no era bueno preguntar demasiado sobre esas cosas”. Y lo miré directo a los ojos, y le vi el miedo brillándole como esas luces de la sabana. Entonces me di cuenta que aunque me le fuese iba a seguir buscándome siempre. Véngase conmigo –le dije- y lo agarré por un brazo, y lo jalé hasta la orilla y le señalé un reflejo que venía subiendo el barrial furioso que era el río, remontando esa corriente. Con el centellazo se vio clarita la canoa negra de Jorge Noche, que venía subiendo sola, que venía mansita buscando su nuevo dueño.


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Luis Enrique Frías (San Carlos, Cojedes, 1960). Ha publicado Génesis de la tragedia y comedia griega (1999) y la recopilación Poemas a San Carlos (1999). Miembro fundador y actual Presidente de la Fundación Círculo de Arte Nuevo Tramo. Docente de la Escuela Regional de Teatro del Estado Cojedes .

LA FLAMA DE LA VIDA
A mi madre
Tenías que haberla conocido. Se sentaba y sólo con la mirada, lo ordenaba todo. Mirada pardiza. Penetrante. Como si te abriera el alma. Como si un gran ojo te observara. Tenías que haberla conocido. Recuerdo el día de la llegada de papá. No dijo palabra alguna, a pesar del tiempo alejado de casa . Y me regañabas. Con tu mirada de latigazo, partiéndome el alma... de la duda...de la confusión. Te dije que podía ser peligroso. Tu insistías con tu mirada. Mirada recalcitrante. Que quemaba. Tu insistías. Que eran insensateces mías. Esa manía tuya de buscar cosas. Desde aquella vez en la playa. Tus ojos se quedaron fijos en el caracol. Te preguntabas si podía darte respuesta a la vida. Te lo dije. Pero tu insistías con la mirada. La primera vez, siendo todavía una niña. Era el día de las ánimas. La tarde cayó como un relámpago. Y mi sorpresa, ver la redondez de las arepas que salían de tus manos. Y la tuya, ver los números que salían en ellas, para jugarlos en el azar. Después de comer me enviabas a la casona. Sigo recordándola. Sus inmensas puertas que llegaban al cielo. Sus ventanales, confidentes silenciosos de amoríos y serenatas. El zaguán, que nos decía los pasos infinitos que tiene la vida. Al traspasarlo, aparecía la Doña. Su pelo, desteñido por el tiempo, dejaba ver una solitaria sonrisa maternal. Toma el tobo. Ve al traspatio y le das de comer a las gallinas. Era inmenso. Entraba al gallinero. Metía las manos en el tobo, y comenzaba a regar el maíz. Sin darme cuenta, todas las gallináceas comenzaban a rodearme. En el fondo, la flama aparecía. Se movía de una esquina a otra del traspatio. Se me sumergían los vellos. Poco a poco colocaba el tobo en el suelo. Sentía una pesadez en la pantaleta. Salía del gallinero y me iba corriendo hacia adentro. Te lo conté y no me hiciste caso. No volví a la casona. Siendo adulta, me insistías con tu mirada, que volviera. Decías que el miedo que sentías cuando pequeña, era circunstancial. Que me diera valor. Las penas se aliviarían. Al llegar al traspatio, de nuevo apareció la flama. Te lo conté de nuevo. En el fondo, de una esquina a otra se movía. Te entusiasmaste. Me dijiste que era un entierro, que donde se detuviera la flama, estaba el baúl repleto de dinero. Y tu mirada se hizo insistente. Desentiérralo. Desentiérralo. Esa palabra todavía truena como fogonazo en mi memoria. A la media noche. Tiene que ser a la medianoche. Ya eres mayor de edad. No hay nada que te lo impida. Tomé el valor por asalto. Comencé a sacarlo. Los brazos y las manos, buscaban un segundo aire, por el cansancio. Pero seguía apartando la tierra, como si le arrancara una parte al mundo. Brazada y brazada. La transpiración era un río desahuciado. Seguía. Hasta que por fin apareció. El baúl semejaba olores y colores atávicos. Me ayudaste a levantarlo. Nos dirigimos a la casa. Nadie nos vio. Lo colocamos en la mesa y te dispusiste a abrirlo. Un resplandor nos cegó por momentos. Había tantas monedas de oro, que alcanzaban para saciar toda la avaricia del mundo. Tus ojos brillaron, en un instante, como nunca en la vida. Pero se te olvidó algo... Madre... Las misas. Había que hacerle las misas al difunto. Para qué las misas. Con tanto dinero no era necesario. Ahora ando de traspatio en traspatio, con esa flama que me quema, esperando que alguien haga las mías. Amen.

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Willian Ramírez (San Carlos, 1969). Poeta con amplia experiencia en diversos talleres de expresión literaria en las áreas de poesía, cuento y ensayo, tanto como participante como en calidad de instructor. Productor de espacios radiales y televisivos en el estado Cojedes.

UN MÁGICO LUGAR PARA VIAJANTES
A la memoria de Antonio y Listey viajantes eternos de nuestras evocaciones.

Ella no me lo dijo -esa parte no me la contó- pero lo supongo, no me dijo cual era el color de la noche; esa noche...
Supongo que para hacer honor a una noche misteriosa tenía que ser oscura, muy oscura. Azul oscuro, como las noches llaneras. Tal vez ya no sea importante el color de la noche, sólo que ese azul oscuro de la noche era contemporáneo: Contemporáneo con el azul actualizado de la confortable camioneta de Antonio, contemporáneo con el verde actualizado de los ojos de Listey y contemporáneo con el escepticismo (también actualizado) de la clásica pareja de viajeros. La fausta camioneta “volaba” por la modesta carretera de los llanos desde hacía varias horas, como un gigantesco animal alado sediento de la luz del día, o en su defecto sediento de llegar al destino predeterminado por los peregrinos: La ciudad de “San Carlos de Austria”. Ya casi se habían completado tres horas y media de viaje, desde la salida de Barinas a las ocho horas y treinta minutos de la noche (incluyendo las paradas respectivas) hasta ahora que se encontraban en las llanuras del estado Cojedes. Hacer este recorrido entre Barinas, Portuguesa y Cojedes, no era nada extraordinario para un exitoso hombre de negocios, de un poco menos de treinta años y gerente de una compañía; acostumbrado al trajín de manejar números, dinero y recursos humanos. Cosas que por sí mismas suelen hacer de la vida una rutina que a veces sólo da cabida a lo racional y no a lo espiritual. De allí quizás podamos entender la apatía de Antonio hacia las leyendas de estas tierras inundadas de espectros y espantos y no del hecho de haberlas cruzado indefinidamente en medio de las más tediosas travesías. Listey (la esposa de Antonio) no había comido más que una cena ligera un poco antes de salir de Barinas, y por eso sintió hambre ya cerca de la media noche. Así que entre las poblaciones de “San José de Mapuey” y “Los Colorados” sugirió a su esposo detenerse a comer en lo que a la distancia parecía ser un expendio de alimentos, al menos una “taguara” de las que tanto abundan en los caminos de asfalto que profanan nuestra sabana. No se divisaba muy bien, ya que la brillantez del lugar era impresionante. Pero la forma alargada con vista frontal hacia la carretera recordaba a las chozas de palmera seca que construyen los hombres en las civilizaciones y en las haciendas con el único fin de comer, beber o descansar, trajeados de la naturaleza; y que por cierto reciben el particular nombre de “Caney”. Ya desviados hacia la izquierda del camino principal en la angosta vereda de tierra que servía de única vía de acceso a aquel aparente restaurante, los viajadores se preguntaban cuál podría ser el origen de aquella intensa luz que a pesar de todo parecía iluminar nada más que el exacto lugar donde se encontraba ubicada aquella antigua estructura. Sí, antigua, pero no en edad solamente, si no también en época, porque lucía un lejano de una época remota a la nuestra. Así pensó la pareja mientras se detenía delante de aquel extraño recinto. El frente sí era como una especie de bohío, con varas de bambú, alargadas unas sobre las otras hasta formar medias paredes a cada lado del espacio vacío que se asumía como puerta. Hacia los lados y hacia atrás se erguían ruinosos muros amalgamados en esa tradicional aleación de lodo que suelen llamar “bajareque”. Del techo, que por cierto era de caña y palma seca colgaban lámparas con mechas encendidas, probablemente a base de kerosén, la cuales desprendían una luz tenue al igual que aquellas que servían de centro en las cuadradas mesas de madera añejada. Es por eso que el fulgor que abrigaba la zona no podía venir de las modestas lámparas. Claro, era un “mágico lugar para viajantes” según dijo Antonio, dando a entender que era producto de los escasos y sencillos intentos de los lugareños para llamar la atención de los turistas. A los aparentes clientes sentados a par en cada mesa (uno frente al otro) se le dibujaba una especie de vapor nebuloso en la cara lo que hacia imposible definir las facciones de los rostros. Y ellos sólo se miraban, a sí mismos, sin ningún movimiento... ninguna palabra... Apenas estos pocos detalles pudieron notar los intrigados visitantes cuando se percataron de manera inesperada de la extraña presencia que se encontraba fuera del lugar parada junto a ellos. Una señora de más de seis décadas de vida, quizás, aunque por su aspecto no se podía precisar si la palabra exacta a utilizar en su caso era: “vida”. Llevaba un vestido de antaño, de esos mismos que recuerdan a las mujeres de antaño, de esas que se sólo se conocen a través de los libros y películas también de antaño. Aquellas con un aire de “Teresa de la Parra” y un porte de “Manuela Sáenz”. Pero esta llanera, sexagenaria, vestida de tiempos remotos, parecía traer una altivez desde su juventud arrancada de una tragedia al estilo de “Doña Bárbara”. Una arrogancia que se podía vislumbrar por encima de su palidez, su nariz aguileña, su piel fantasmal y sus ojos hundidos con el mismo e imprescindible vapor nebuloso de los de adentro del lugar y que no dejaba percibir la intensidad de su mirada. Listey, luego de salir de su impacto momentáneo, atinó a preguntar si tenían algún refrigerio que les pudieran servir, a lo que la mística anciana de cabellera gris respondió con un enorme ... ¡NOOOOOOO!... Un -NO- que penetraba las almas... la joven recordó que aquel escepticismo adoptado con el paso del tiempo no existía en sus años infantiles, allá en Mérida, cuando su duende personal la acompañó algunas noches sentándose a la orilla de su cama. Una insensibilidad que floreció luego de trasladarse a ciudades menos afabuladas como Valencia, y a una Barinas que aunque rodeada de mitos era muy urbana y tecnológica para una mujer que pasaba una alta parte de su tiempo entre la universidad y las computadoras. Mas volvía a sentir que aquellos entes y encantos de su Mérida natal se resumían en estas tierras cojedeñas. Su piel erizada y sus selváticos ojos asombrados no solamente le hicieron recordar y sentir, si no también decidir. Así decidió apenas con voz, más de temor que de escepticismo, exigir marcharse inmediatamente de aquel incierto lugar. Antonio que a todas estas había empezado a cambiar de opinión de que aquel lugar era para llamar la atención, si acaso para alejar a los viajantes, puso la reversa de la inmensa bestia mecánica que los contenía a ambos en su interior. Y mientras giraba en un ordinario recodo de la estrecha vereda, ya no observó a nadie alrededor de aquella arcana construcción. Solo una gran ave negra salía por detrás de ella emitiendo graznidos que volvían a penetrar las almas y al descubrirse ante los destellos que nacían en la parte trasera de la singular taberna, asemejaba una ilustración de un cuento de fantasmas y relatos llaneros... Ya en la carretera pasando por la localidad de “Los Colorados” había un silencio entre los dos esposos y un volver a la indiferencia propia de la ostentación que los envolvía en aquel vehículo y que los siguió envolviendo en San Carlos, en casa del hermano de Listey a quien venían a visitar por primera vez, luego que se mudara de Carabobo a San Carlos. La noche transcurrió entre emociones y un descanso breve y sereno, hasta que en la tarde siguiente de regreso a Barinas la indiferencia dejó de envolverlos, cuando se detuvieron en la carretera al filo de aquella estrecha vereda de tierra en la cual se habían adentrado la noche anterior para comprobar que al final de ella solo había... ¡Un terreno vacío!... ¡Un pedazo de nada.

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Julio Rafael Silva Sánchez (Tinaquillo, Cojedes 1947). Profesor y ensayista, ganador de los premios literarios “Enriqueta Arvelo Larriva” (1987) e IPASME (1988). Obra publicada: Cortazar: Instrucciones para el perseguidor (1989); Desarrollo de conductas y valores en adolescentes a través de la imagen del héroe (1989) y Ritos, fuegos, ceremonias y fantasmas (1992).

SCHUMANN ENTRE DACHAU Y SAN FERNANDO
Anoche ocurrió de nuevo. En el sofocante verano de marzo, José Ramón, mi padre; César Antonio, el tío bohemio; Alejandro, el primo comerciante, dueño del cine; Joachim y Helena, aquella pareja de alemanes bondadosos, precedidos por sus insistentes tortas de chocolate para el deleite de todos mis hermanos (aunque a mí me parecían empalagosas), se disponían al ritual: mi padre limpiaba la mesa de caoba, lustrosa, con sus bordes de metal; el tío daba cuerda a la ortofónica, cambiaba la aguja y seleccionaba los discos, especialmente traídos de Caracas por el turco Farid; mi madre, Sarabel, servía el vino, recién fabricado en sus viejas barricas del sótano, en generosas y delicadas copas de cristal de bacarat. Nosotros, los tres hermanos y nuestros amigos más queridos, Joe, Finita e Iván, sentados, sin hacer mido, expectantes y arreglados como para ir a misa, aguardábamos el inicio de la velada.
Esa madrugada, fangosa y acerada, como cada fin de semana el coronel Hugo von Hoffmannsthal, director del campo y frustrado ejecutante del oboe, hacía comparecer ante su delgada figura, residuo de mejores tiempos, a Joachim Wassermann, el maestro violinista y precario director de la orquesta de cámara. Que venía el Comandante este sábado y ya no quería más a Bach, ni a Wagner: sólo anhelaba disfrutar (porque lo hacía evocar su niñez en Magdeburgo, a orillas del Rin) la difusa potencia del sentimiento y el lirismo sencillo del mejor Schumann. ¿Podrían sus amigos Franz, René y Jakob y su esposa Helena disponerlo todo? ¿Tratarían de cepillar sus añosos trajes y lustrar sus gastados zapatos? ¿Dispondrían de sus casi inservibles cellos, violines, violas y clarinetes para interpretar con aceptable lucimiento el An den Mond (A la Luna), el Schäfers Klagelied (Elegía del Pastor) o el Die Götter Griechelands (Los dioses griegos)? ¿Podrían hacer eso para él? Que no olvidaran su bondadoso y agradecido corazón: obtendrían, como premio por su dedicación y maestría, dos botellas de aquel vino blanco de Baviera, media libra de queso rochefort y una caja de tabacos aromáticos, de los que tanto te gustan, Joachim. ¿Lo harían? ¿Me lo prometes?
El calor de la noche hacía más íntima aquella reunión familiar. José Ramón, mi padre, extraía las cartas, las hacía cortar por César Antonio, el tío bohemio, sentado a su izquierda, las distribuía y el juego comenzaba. En los primeros minutos, los caballos y los reyes, elusivos, escurridizos, se ocultaban en el fondo del mazo de cartas, y sólo sotas, ases y cincos se repetían, en desfile de copas, oros, espadas y bastos. Schumann, desde la ortofónica, aumentado su sonido por las puertas completamente abiertas, dejaba oír el cincelado discurso pianístico de su Die Bürgschaft (La fianza). Entonces, Joachim Wassermann tomaba el violín y, con manos inseguras, ejecutaba algunas notas, mientras Sarabel, mi madre, haciendo gala de su voz de soprano, declamaba pequeños fragmentos de Rimbaud: Les chars d´argent et de cuivre/ Les proues d ‘acier et d ‘argen/ Battent / I‘ écume,/ Sou/évent les souches des ronces./ Les courants de la lande,/ Et les orniéres inmenses du reflux,,/ Filent circulairement vers I´ est,/ Vers les piliers de la forêt,/ Vers les fûts de la jetée,/ Dont I´angle est heurté par des tourbillons de lumiére. (Los carros de plata y de cobre/ Las proas de acero y de plata/ Baten la espuma,/ Levantan las cepas de las zarzas./ Las corrientes del páramo,/ Y los surcos inmensos del reflujo,/ Huyen circularmente hacia el este,/ Hacia los pilares de la selva, /Hacia los fustes de la escollera,/ Cuyo ángulo es rozado por los torbellinos de luz).
El coronel Hugo von Hoffmannsthal, de rigurosa etiqueta (¡cuánto le costaba dejar colgado su negro uniforme de SS!), acompañado por el Comandante Ernst Friedrich Kassel, disfrutaba del concierto de la noche, a pesar de esta recurrente acidez, compañera de largos años de bebedor incansable y del desprecio creciente que sentía por aquel militar advenedizo y soez sentado a su lado. Joachim Wassermann, al frente de la orquesta, intentaba armonizar sus amargos días de hambruna con las exigentes notas de aquella balada de Schumann, Des Knaben Wunderhom (El muchacho de la trampa mágica), evocación de la infancia y las añoranzas sentimentales, llena de redescubrimientos y exóticos coloridos. Bajo el liderazgo de aquel pálido, pero enérgico director, el cello de Franz, el clarinete de René, la viola de Jakob y el violín de Helena trataban de brillar por encima de los destellos que las bombillas del pabellón sacaban de sus ajados y mohosos trajes. Que nada falte. Que todos se oigan con nitidez. Que cada instrumento acierte con el tono adecuado. No importa tu úlcera, Jakob. No importa tu tos persistente, Franz. No importa tu hígado recrecido, René, ni tu colon irritable, Helena. Por encima de nuestras pequeñas miserias humanas, Schumann debe expresar su misión dramática, el ritmo acompasado, la férvida ironía y su exasperado romanticismo. ¡Impresionemos al auditorio! Que se alegren. Que se alteren. Que aplaudan. Que revienten. Que ni respirar puedan.
Esa sombría navidad, José Ramón, mi padre, había recibido en el puerto de La Guaira a sus dos amigos, provenientes de Freistadt, un pequeño pueblo escondido en la frontera austrohúngara. Joachim y Helena Wassermann, antiguos condiscípulos de la Universidad de Bremen (en cuyas aulas, al lado de Sarabel, mi madre, supieron de la existencia de Baudelaire, Mallarmé, Nerval, Jarry, Víctor Hugo, Rimbaud, Rilke y otros creadores similares), llegaban al país luego de la larga noche del holocausto. El hospedaje de tres interminables años en Dachau había convertido a aquellos jóvenes compañeros del Doctorado en Letras Románicas, en estos ancianos temerosos, desconfiados y translúcidos (cuando llegaron a San Fernando, yo trataba de ver a través de su piel y jugaba a adivinar su imprecisa edad de mendigos de mirada perdida). Se instalaron en nuestra casa y, de inmediato, comenzaron las partidas de caída y de carga la burra, alegradas por la música de Schumann y los poemas de Rimbaud recitados por Sarabel, mi madre. En ocasiones, Joachim Wassermann comparaba el paisaje llanero con la campiña de Freistadt, en primavera: los mismos tonos de verde, decía; iguales los ruidos del bosque; similares los atardeceres, de ocre intenso y la luna, escondidita tras las nubes. Que vieras, Helena. Que te dieras cuenta. Que te acordaras. De vez en cuando, muy de vez en cuando, el tema político asomaba con timidez en la conversación. Joachim y Helena, cortés, pero enérgicamente se resistían a caer en las trampas y provocaciones de José Ramón, mi padre, cuya insaciable curiosidad lo impulsaba a indagar sobre tan escabrosos asuntos. Nuestros dos amigos alemanes preferían desviar la conversación hacia aspectos más agradables de la existencia: la música, la poesía, la filosofía, la gastronomía, los vinos...Sarabel, mí madre, había comenzado a preparar, bajo la vigilancia escrupulosa de Helena, aquel vino de arroz, herencia de sus abuelos de la Alta Baviera, el cual muy pronto se convirtió en la bebida obligada y estimulante de nuestras noches apureñas.
Desde luego que el vino blanco de Baviera era el tesoro mejor guardado en las bodegas del coronel Hugo von Hoffmannsthal. Esa noche, luego del concierto, cumplió lo prometido: las dos botellas anunciadas fueron excelentes compañeras de la media libra de queso rochefort, en un banquete sin precedentes en el campo. Al final, Joachim Wassermann compartió con sus músicos algunos tabacos aromáticos, a pesar de tu persistente tos, Franz, y de tus malestares digestivos, Helena. Fue tal el entusiasmo que, cercanos al amanecer, Joachim Wassermann, con su todavía estupenda voz de tenor, recordó algunos pasajes de su admirado Rainer María Rilke: Und du erbst das Grün/ verganger Gärten und das stille Blau/ zerfalner Himmel./ Tau aus tausend Tagend,/ die vielen Sommer, die die Sonnen sagen,/ und lauder frühlinge mit Glanz und Klagen/ wie viele Briefe einer jungen frau./ Du erbst die Herbiste, die wie Prunkgewänder/ in der Erinnnerung von Dichter liegen,/ und alle Winter, wie verwaiste Länder,/ scheinen sich leise an dich anzuschmiegen... (Y tú heredarás el verde/ de los parques antiguos y el tranquilo/ azul del cielo roto./ Rocío de mil días/ que dicen mucho sol, mucho verano,/ y primaveras de fulgor y queja/ como las cartas de una mujer joven./ Los otoños, como trajes de fiesta/ que guarda la memoria del poeta./ Y los inviernos, como tierras huérfanas,/ a estrechársete en torno vienen, suaves...) Que nos oigan, no importa. Que despierten todos. Que nos lancen los perros. Que vengan en tropel, con sus garrotes y fusiles. Que golpeen. Que disparen. Que nos maten.
A medianoche, el aroma de las trésjolie y los geranios del patio invadía la sala y, en perversa combinación con los efluvios del vino, era la perfecta excusa para que César Antonio, el tío bohemio, tomando su guitarra, dejara oír su voz nasal para deleitamos con una caprichosa selección de tangos, pasillos y milongas. Su versión de las canciones del Morocho del Abasto, entonadas, como debe ser, con la adecuada inflexión porteña y los píes convenientemente colocados, suscitaba la complicidad de Joachim Wassermann, quien, violín en mano, completaba aquel dueto de cuerdas y de voces. Y era entonces la hora del baile: Sarabel, mi madre, tomaba por el brazo a José Ramón, mi padre, y se dirigían al centro de la sala, en donde dibujaban filigranas sobre las volutas de la alfombra persa; Helena se dejaba llevar por Alejandro, el primo comerciante, dueño del cine. Y nosotros, los tres hermanos, y nuestros amigos más queridos, Joe, Finita e Iván, apretujados, tratábamos de imitar con torpeza aquella danza maravillosa y enervante. Al final, exhaustos, todos acudían presurosos en búsqueda del vino y los canapés preparados por Sarabel, mí madre: buñuelos, arroz con coco, dulce de lechoza, tequeños, empanadas y pequeños trozos de queso rochefort, los preferidos por Joachim y Helena Wassermann, quienes los devoraban con un aire extraño y melancólico en su mirada.
Fue el queso rochefort (más que el vino de Baviera o los tabacos aromáticos) lo que indispuso a Helena, luego de la noche del concierto en el campo, cuando los guardias se hubieron retirado de la barraca Norte, después de decomisar casi toda la preciosa mercadería, y de golpear salvajemente a Joachim Wassermann y sus amigos, por alterar el orden e intentar violar las estrictas reglas disciplinarias. Con un ojo a la vinagreta y tres costillas rotas, trataba de auxiliar a su esposa, proporcionándole los casi inexistentes recursos de su mochila. A su lado, Franz dejaba oír su ronco respirar, René gemía adolorido y Jacob, con las dos piernas rotas, no podía levantarse para ayudarlo. Helena no quiso las cataplasmas, ni la infusión de bicarbonato de sodio, ni siquiera el té de hierbas quiero. Sólo tócame algo de Schumann, cualquier cosa... ¿No te rompieron el violín? Que pueda oírte. Toca suave, como sólo tú sabes hacerlo. Que me arrulle. Que me cure. Que me duerma.
Esa tarde, Alejandro, el primo comerciante, dueño del cine, trajo la noticia: había visto, en el Reporter Movietone, proyectado anoche en función intermediaria, cómo el ejército ruso, en una operación comando, había liberado a los sobrevivientes de Dachau, el campo de concentración de la Alta Baviera. Sólo cuarenta de los sesenta mil seres allí confinados pudieron ser rescatados. Los cuerpos sin vida de los demás se apilaban en literas y fosas comunes, en un dantesco espectáculo de muerte y exterminio. José Ramón, mi padre, sonrió tristemente, al comprobar lo que había leído días atrás en un número reciente de Le Monde, facilitado por el turco Farid: Joachim y Helena Wassermann integraban la lista de los aniquilados. Apuró sus pasos: comenzaba a llover y su gente lo esperaba para la velada. Porque, ahora estaba seguro, esta noche ocurrirá de nuevo.



II Parte: LAS VOCES DE LA TIERRA
A continuación presentamos diversos textos de la tradición oral del estado Cojedes ambientados dentro de la temática del Concurso Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel” y compilados durante la edición de dicho certamen literario. Al final de cada obra, aparecen los datos actualizados de quienes la suministran y la fecha de su última versión, debidamente corregida por el autor. Es una muestra representativa de los relatos y misterios que conviven en la memoria y espacios de la llanura cojedeña.

DÍAS ACIAGOS
Con permiso de los que han muerto en los tremedales del Llano, damos inicio a esta historia. La tarde ta buena pa echá unos cuenticos. Vamos, pues. Dos hombres salen con el diluvio de una madrugada. Cuentan que eran Policarpo Ovalles y Rafaelito Corniel. El cómo se conocieron no se nos permite revelarlo. Piensen siempre en esto de los misterios. El primero ladino, jugador y pendenciero. Buscado siempre por un muerto allá en el Matiyure. Antes cualquiera mataba a alguien y se iba pa otro pueblo y ya estaba asalvo. A Rafaelito lo tenían como “El Brujo” de Loma Negra. Mañana, tarde y noche caminaron hacia el destino. Digo brujo, por decir, pues pa mí brujo es el que tiene plata.
Sigo. A paso lento, sin palabras devoraban la sabana. A veces yo creo que es el llano el que se come a uno lentamente. Bueno, a ese tal Corniel, hacían muchos años, que andaba tras ese entierro. Siempre la luz azul de los muertos le trastocaba los sueños. Yo a veces me quedo mirando por estos corrales, por esos tranqueros a ve quien quita. Pero solo la noche negrita, como la de anoche, es la que viene. Para Policarpo, este viaje marcaba su último chance. A Rafaelito, los caracoles le hablaron de una traición. Pero este tipo de hombres una vez puestos en marcha, no tienen como volver. Son gente de una sola mirá, es algo que se les mete entre ceja y ceja.
El silencio se rompió con celajes de palabras. Un cantar de guacobas se fue entre ellos, junio y la lluvia. Están oyendo, bueno así triste es el canto de guacoba. “Mire Rafal, qué va a jacé uté con ese puñao e´riales”. “Aguaite, ¡cámara! La plata ´e muerto no tiene fin”. Bueno, dicen que el que agarra un entierro, es como el que se pone a esperá el agua en la boca de un río; se le quita la sed; pero la corriente nunca deja de pasá. Todavía en la madrugada, dos hombres errantes, eran espantos en la Llanura. Rafael, puñal al cinto, seguía callado y atento. “Rafal, uté ha dicho que es muy grande esa botija”. “Policarpo, no piense tanto en la carga que usted es hombre y yo también”. “Ansina será. Hay que pensá ejen la muerte”. La vida sí tiene lavativas, mientras que la muerte es una sola vez. Sigo. Sonó fuerte su voz y súbitamente escampó”. Sorprendido, Rafael –con el rémito en la mano” miró una sombra perderse entre los viejos acapos de la luna. El entierro será pa´ mi solo. Pensaba Corniel y reía. Invocando a San Juan se presignó y pisó el terreno de los umbrales. Pero apenas una fosa removida, había entre los escombros. Fue en ese momento cuando la luna se hizo una sola inmensidad de camino. Miren, la luna pal llanero es como un espejo. Una sabana completica. Saben cosa bonita, cuando se queda dormida en las aguas de una laguna. Así es el llano que me gusta.
Bueno, una figura alargada cruzó lentamente por el patio de los azahares. Era Policarpo, no había duda, dijo para sí el desengañado Corniel. El puñal en el aire brilló y maldijo ese día. Después se abalanzó hacia aquella visión. Policarpio, machete en mano, dio vuelta sin soltar las morocotas. Ahí sentimos que el viejo tenía como tarugos en el alma. Usted ¿es Corniel? Le preguntamos. Hundiendo el pulgar en una herida de diablo que le atravesaba el rostro, dijo apenas, mejor les voy a echar otro cuento.


LA LUZ DE SANTOYERO
De Lagunitas a Santoyero es un brinquito. Pero de noche se hace más largo el trayecto. Es como si ambos pueblos caminaran hacia lugares diferentes. No sé si es que se alejan, tal vez sea la noche la que se mete entre los dos. Lo cierto es que es más lejos de noche que de día. Si me preguntan por qué será esto, yo diría que uno de noche camina como con miedo y cuando hay sol, es otro gallo el que canta. ¿Miedo? Sí, hermano, miedo. Recuerdo que una noche, tal vez usted no me crea; pero salimos en bicicleta de Lagunitas pa Mata de Agua y el camino se nos perdió más de una vez. Estábanos en la bodega de Casimiro Ramos, compramos los corotos; pero se nos hizo de noche. Don Cachimbo, nos decía: es mejor que se vayan mañana. Miren que en mayo –carajo- el barro tapa el camino y las bicicletas se ponen como pesá. Carlos en silencio, amarró las cosas en la parrilla y nos fuimos.
La linterna hizo un tajo en la oscuridad de la noche. Las lámparas de Cantarrana se mecían en los cuartos de las casas. Yo tenía miedo. Con nueve años se tiene miedo. Ninguno de los dos hablaba. Carlos le daba al pedal sin descansar. Yo en el cuadro de la bicicleta pensaba en los cuentos de la bola de fuego, el lobo, el hombre que decía caigo o no caigo y en el aparato que salía en la Cruz del Samán. Eso queda entre Callejón, Cantarrana, Santoyero y Mata de Agua. Cuando estábanos cerca del samán se nos apagó la linterna. Una brisa fría se fue metiendo por las alpargatas. Fue cuando Carlos dijo: en el samán está la bola de fuego. Era redonda, gigantesca, crecía en la medida que avanzábanos. No mires, no mires, me decía Carlos. Creo que metí los ojos en los rines de la bicicleta.
Con el miedo entre las manos y la voz, llegamos al patio de la casa. ¿Qué pasó? Le dije a Carlos. El hombre no atinaba a decir palabras. Mi madre lo sentó en una silla. Estaba frío. Pálido. ¿La luz? Dijo mi madre. Sí. Dije arreglando los corotos. Veníanos tranquilos, atinó a balbucear Carlos, cuando siento, más o menos en el caño e Juanlibre, que la bicicleta se puso pesada. Se montó un espanto en la parrilla, pensé. No ilata la luz. No podíamos detenernos. No mires pa´trás, me recomendé a mí mismo y le metí pedal hasta ´orita. Carlos cerró la puerta, guardamos todo, tomamos agua y nos acostamos. Pero una luz, como de lámpara, se quedó dando vueltas por las rendijas de la casa.
Sé que mucha gente no cree en estas cosas; pero esa luz de Lagunitas ha asustado a más de uno. Y uno todavía sigue andando por ahí por Santoyero, como si nada. A veces pensamos que es hasta necesaria. Muchas veces nos amparamos en ella para pasar noches enteras sin salir de las casas, entonces nos quedamos quieticos como muertos.
Informante: Carlos Aranguren, residenciado en Lagunitas. Edad: 55 años. Fecha de la muestra: 29 de noviembre 2003

LAS PALOMETAS ENCANTADAS
Un pesquero se hace con mucha paciencia. En verano se recorre el río. Cuando tenemos el sitio, se limpia de todo. Se sacan raíces y bejucos. Apenas llega el invierno se comienza con la ceba. Si es de palometa se hace con harina y maíz. Yo siempre he tenido mis dos o tres pesqueros.
Hace años tenía uno que nunca más he visitado. Ya van a saber por qué. Fue un año bueno. Yo tenía mi pesquero y las palometas como que tenían una devoción conmigo. Estuve una semana completa sacando palometas. Todos los días sacaba más de 40 bichas. Un viernes en la tardecita estoy afanaíto., sacando palometas y tirando pal barranco. De repente siento una voz ronca, nunca vista, venía como de bruces. ¡Epa compañaero! Como que le está ajilando mucho. Sin mirar casi le respondí: Suerte que tiene uno. El hombre cargaba un sombrero negro, lo mire desde la troja del río. Una camisa pegada al cuerpo, un rostro metido en la sombra de los árboles. Ahora recuerdo que como que no tenía cara. Ahí fue cuando me dijo: A Ud. no le parece que con el pesca´o que tiene en el sol, allá en la casa, es suficiente. Cuando llega la ribazón tenemos que aprovecharla. Le subí esas palabras por el barranco pa`riba.. Se tomó el ala del sombrero con una mano y lo sentí que se marchaba. Después nos vemos, dijo.
Ud. Sabe que Camoruco es un río amarillento. Cuando es de invierno las orillas se llenan de gente pescando. Uno tiene que hacer trojas de guafas para montarse y pescar; pero ese día no había nadie. Sólo ese hombre misterioso que me reprendió. Ud. Sabe cosa triste, tirá el anzuelo y sentir como se aplana lentamente en el fondo del río. La corriente se lo va llevando, pero uno sabe que es la corriente y no un pesca`o. Ese día las palometas no dejaban tiempo e na. Eso era pa` fuera y pa` fuera. No sé cuántas había sacado, cuando siento que el agua, debajo de la troja, se va poniendo clarita. Me quedo viendo la cosa, cuando de pronto el rostro alargado del hombre se apareció entre los peces. Me barajusté, hacia la barranca. Pero la sorpresa me la llevé, no jile, cuando veo hacia el centro del río. Iba el hombre despacito, medio cuerpo en el agua y el otro en el aire. El hombre se me había convertido en dos. El que me salió entre las patas de la troja y el que sin nadar se mantenía serenito entre las aguas.
No supe más de mí. Tuve siete días en cama. La fiebre me quemaba el cuerpo. Me cuenta la mujer que pegaba unos berríos y que hablaba a cada rato con un hombre ensombrerao. Varias veces me agarraron en el patio y que detrás del viejo. Creo que me quería llevá Me salvó unas contras de palma bendita que guardo siempre en la marusa. Yo sabía que existe el amo del monte; pero que las aguas tuvieran dueño, no lo sabía; bueno hasta ese día que me enteré. Pa` mí que las palometas también tenían un encanto.
Informante: Epifanio Arroyo. Residenciado en Lagunitas. Edad: 70 años. Fecha de la muestra 2 de febrero de 2002

LA MUERTA DE LA MEDICATURA DE EL AMPARO
Todos saben que para llegar a El Amparo, primero se pasa por el cementerio. En casi todos los pueblos entierran a los muertos hacia un lado, hacia atrás; pero aquí no: es en el frente y ya. Eso de por sí, es misterioso. Y cuando uno se despide, primero saluda a las personas y luego tiene que alzar la mano ante el montón de cruces. Dice la gente que en ese cementerio hay una tumba de un tal Margiotta y que en los mediodía, a las doce en punto, se oyen unas voces de hombres como discutiendo y entregando unos reales. En El Amparo los llaman los contadores de plumas de Margiotta. Ud. sabe que El Amparo fue un pueblo rico. Habían muchos negocios y a esos Margiottas y que les sobraba la plata. Aseguran que por el puerto de El Amparo salía mucha pluma hacia el Apure. Antes había tanto tráfico de plumas que si uno se queda mirando el Escudo de Cojedes verá como unas garzas pasan volando, es para que se mire la importancia de las plumas y eso está ahí desde 1910, más o menos.
Bueno, El Amparo tiene otras cosas que dan miedo. Por ejemplo, dicen que por el río Cojedes pasaba un bongo y un hombre iba en la proa; llevaba un lazo en la mano y si Ud, estaba cerquita ´e la barranca, le tiraba la soga y Ud. desaparecía. También se cuenta que unas campanas que tiene la iglesia, suenan a medianoche y la gente ya sabe que en el campanario no hay nadie. Suenan solitas. Es como si un alma en pena le diera por repicar en la soledad de la noche. El Amparo ahora es triste y solo. Mire, a los viejos se le oye mentar que un cura le tiró una maldición hacia mil ochocientos noventa y tanto. Lo cierto es que un incendio, a los pocos años de aquellas palabras del cura, se llevó medio pueblo. Las casas agarraron candela con todo y gente. La noche parecía día, no hacía falta la luz del sol. Eso era un infierno, el purgatorio mismo. Dicen que desde ese momento, El Amparo no fue el de antes. Esa era un pueblo que hasta periódicos tenía.
Bueno, le cuento todo esto, para que nos ambientemos; pues lo que le quería confesar es que en la medicatura de El Amparo salen espantos. Cuentan que un día las enfermeras llegaron temprano, como a las seis, de Lagunitas. Había un doctor, de esos que vienen de Caracas. Las enfermeras estaban con lo del guarapo y en los cuentos mañaneros. Los médicos en El Amparo tienen una habitación y se quedan por lo lejos de San Carlos y por las emergencias. Lo cierto es que ese día el médico se levantó, pasó por la cocina, saludó y se metió al consultorio. Al rato venía molesto con las enfermeras, reclamando y que por qué no le habían avisa`o lo de la mujer que estaba pariendo. Las enfermeras se miraron las caras y una dijo: “Llegó la muerta otra vez”. ¿Qué mujer doctor? Dijeron, fingiendo sorpresa. La señora pelo largo que está en la camilla. Me dijo: estoy pariendo doctor. Fueron todos al pequeño cuarto y no había nadie. Al hombre se le fue el color de la cara. Revisaron todo y nadie apareció. Las mujeres tuvieron que decirle la verdad. Eso pasa cada vez doctor, ya nosotras no le ponemos ni cuida`o. Esa mujer anda por toda la medicatura. Menos mal que no vió la criatura, pues dicen que el que ve el muchachito… mejor no le sigo contando doctor.
Lo cierto es que cuando movieron la camilla, en las sábanas había manchas de sudor y un puñao de cabello negrito. Las enfermeras volvieron a la cocina. El médico se fue. La ambulancia iba como alma que lleva el diablo, como si en verdad llevara un enfermo de muerte. A los días llegó otro doctor y las consultas comenzaron nuevamente.
Informante: Carmen Sequera. Nativa de Lagunitas. Edad; 50 años. Fecha de la muestra, 12 diciembre de 2000. Nota: Refirió sólo la muerta de la medicatura, las otras historias son de los investigadores.


MELANCOLÍA TORMENTOSA
En cuestiones de espantos, hasta un rincón en el cielo puede servir pa que esos bichos asusten. Si en los terrenos de los santos, eso es así, en Tinaquillo tenemos espacio pa los aparecidos de sobra. Dígame por los laos de La Floresta o por El Casupo arriba. En cualquier estanque aparece el rostro de un animal del más allá. Yo me voy a referí a los muertos de las ventanas. Sí esos que se quedan pegados a la pared como chupando la sangre que los vivos dejan en cada pasada. Mejor dicho, a las muertas de las ventanas, pues en Tinaquillo hay más espantas que espantos. Esta es la historia de una mujer que mentaban La tuerta Gumersinda o tal vez la mía. Puede que usted no lo crea, pero a ella la consiguieron mirando perdida por la ventana. La noche anterior las estrellas se metieron en la oscurana del cielo, hasta que los pensares y los recuerdos la apresaron en su mente.
El diluvio se acercaba, los truenos casi se metían en la casa y el rugido del miedo se adueñó de su vista paralizándola. En un santiamén su mundo cambió, no podía abrir los párpados. Sentía un escozor como de culebras pasándole por su cuerpo; asustada y desesperada, gritaba sin abrir los ojos ¡AAAh!
Se lanzó por la ventana y cayó por un barranco muy oscuro sobre en un barrialón muy feo, trataba de subir, pero no podía, era como un purgatorio lleno de agua, la lluvia caía incesantemente, el viento soplaba muy fuerte: ¡fuuuuu!. En El Cañizal los perros y los mochuelos, tronaban sus oídos ¡Auuuu! ¡Buuu Buuu!. Empezó a correr, a gritar, pero sus pies se hundían en el pajonal, tropezó con una vieja cruz incrustada. Entonces muchas manos la atraparon y al querer moverse más se fue hundiendo, hasta quedar inmóvil.
Despertó rodeada de velas y muy rígida ¡Pero qué estaba viendo! Eran unos bichos sin cara que rebuscaban su cuerpo. Una luz y fuertes llamas la iluminaron. Después llegó un espíritu ennegrecido con una guadaña que hacía brillar en una danza de pasos lentos. Su tamaño y su voz iban aumentando ¡EEE! ¡Yaaa! ¡EEE!.
Ella también gritaba muy asustada y siente de pronto algo muy raro; la aparición penetró en su cuerpo. Sus ojos se cargaron de sangre, su aliento retumbaba terriblemente. “La muerte se acerca” se dijo pá sus adentros. Unos campesinos se acercaron al oír la grizapa y las cabezas de los animales del monte llenaron el alrededor. Pero el ánima maléfica que seguía adueñándose de ella, los espantó como si nada ; cuando escuchó el sonido silbante de la guadaña inmensa calentándole la frente, ya no podía moverse, las llamas se acercaban y al bajarle por el pecho, pum se despertó, por fin volvió en sí, el sol penetró por la ventana y el sudor le recorría su piel de manera incontrolable, con ansias de salir de ese terror.
La casa estaba toda regada como si hubiese habido un joropo. Me impactaron tanto las huellas de sus pasos que no he podido escapar de esos recuerdos. Pueda que usted no lo crea, pero tóqueme la frente, palpe usted mismo. Míreme pues a los ojos; porque ella, soy yo: Gumersinda Noguera, pa servirle; siempre a su disposición aquí en Tinaquillo, en cualquier ventana, en la oscuridad de la noche.
Informante: Anni Raquel Pérez Infante, nacida en Tinaquillo. Edad; 23 años. Fecha de la muestra 10 de enero de 2004.


EL ESPANTO DE LOS JOBOS
Esa tarde, como todas y desde siempre, aquel grupo de personas caminaba la misma distancia andada de memoria y como por penitencia, hasta la casa de misia Juana. Así, travesaban el patio de Nicolás, el camino de los guasimos, el paso de los jobos, hasta finalmente terminar la pequeña travesía. Siempre, a eso de las seis de la tarde, después de cenar, la familia enrumbaba camino hasta la casa de su vecina. Para volver a conversar lo ya conversado. Regresando, rigurosamente unas dos horas más tarde. Ese ir y venir, diario y permanente, a la misma hora, dejando todos los enseres de la casa y la casa misma sola, era lo que molestaba irremediablemente a Nicolás.
Amaneció igual que siempre, un día pleno de sol, época de sequía. Bien temprano la mujer preparó comida para tres hijos y esposo, cuatro trabajadores dispuestos a irse al conuco. Ellos de once, trece y catorce años cada uno y el esposo que cumpliría los treinta y cuatro en el mes entrante. Al marcharse los cuatros jornaleros, ella se dedicaría a los quehaceres del hogar. Alimentaría gallinas, patos y cochinos. Cuidaría de sus otros dos hijos, incluyendo al menor de casi dos años que todavía no caminaba.
Nada extraordinario ocurrió ese día, las cosas se sucedieron igual que siempre, pero todos en su interior esperaban con ansiedad la hora consabida para volver a caminar la misma ruta de todos los días.
Los hechos ocurridos aquella noche, cuando la familia regresaba nunca se aclararon completamente. Sólo una cosa era cierta, en el paso de los jobos salía un espanto.
Los dos niños menores, de casi dos años en los brazos de la madre y la niña de cuatro años, de la mano del padre se sintieron a salvo complemente. Sin embargo todos caminaron despavoridos huyendo del blanquísimo resplandor que se balanceaba en medio del camino, bajo aquella inmensidad de luna nueva.
Solo que el de trece años equivocó el camino y estuvo perdido en el monte hasta la tarde del día siguiente. Cuando lo encontraron no hablaba, tenía un temblor en todo el cuerpo, estaba sin aliento y casi sin respiración. Tardaría diez días en recuperarse medianamente de aquel susto descomunal. El otro de catorce años cayó en el joyón del caño, fracturándose una pierna que lo dejaría convaleciente para toda la vida.
La familia jamás volvió donde misia Juana por las noches.
Por aquellos días no se vió a Nicolás con la sonrisita entre los dientes que siempre lo caracterizó. Las chanzas, el vacilón, la mamadera de gallo, los comentarios de doble sentido eran el pan nuestro de cada día de Nicolás, siempre juguetón.
Muchos sospecharon que el muerto aparecido era un vivo, pero debido a lo trágico y grave del asunto nadie señaló a nadie. El mismo Nicolás guardó un profundo silencio y mantuvo una gran seriedad frente a los que se atrevían a hacer algún comentario.
Solo los parientes de Nicolás, conociendo su forma de actuar le preguntarían al tío si había sido él, el muerto que se le apareció a la familia. Años después se sabría que Nicolás, vestido impecablemente de blanco, había tenido la ocurrencia de colgar la hamaca entre aquellos jobos para mecerse en medio del camino.
De vez en cuando, el espanto, de vestidura y hamaca blanquísimas en noche de luna nueva, se vuelve a mecer en el paso de los jobos. Pero Nicolás ya no está.
Informante: Javier Merchán, nativo de San Carlos. Edad; 44 años. Fecha de la muestra; 27 de abril de 2004.


LA MUERTA DE LAS GALERAS DEL PAO
Como todos los lunes en la noche, María se preparaba para salir de viaje, de el Baúl hacía Valencia, a buscar la mercancía para surtir su negocio de verduras, ubicado en la calle Bolívar del pueblo.
Le gustaba viajar de noche para estar de vuelta el martes antes del mediodía.
Acompañada de Mario el chofer de su papá el viejo Nicolás, a bordo de una camioneta tres cincuenta se deslizaban por la solitaria carretera bajo una luna clarita en amena tertulia.
- Mire María, le dice el papá, a usté además de gustarle andá de noche le encanta viajá los lunes, como si fuera animera.
- No hombre viejo, ya usted va con sus cábalas, cualquier día es igual, pá trabajá lo que necesita es voluntá.
- Bueno eso es lo que pasa, que la juventud de hoy día ni respeta ni cree en ná, por eso es que suceden tantas cosas.
Llevarían cuarenta y cinco minutos de recorrido y la luna empezó a ocultarse tras unos nubarrones negros, hacia tan solitaria la carretera que ni siquiera un conejo se veía jugueteando en el hombrillo.
Se había hecho un corto silencio, el cual interrumpió Mario el chofer.
- ¿Oyeron ese ruido? Parece una cruceta, se respondió el mismo.
- Eso era lo que faltaba, dice María, ojalá que no sea nada grave, precisamente
Comenzando a subir la galera y a esta hora. Que vá.
- ¿Qué hora tenemos Don Nicolás? , preguntó Mario.
- Las once y cincuenta y cinco mijo.
- No se preocupe que sólo fue un traquío, tranquilizó el chofer.
No habían transcurrido cinco minutos cuando justamente en la vuelta de la leona, de la pata de un mango grande que está a la derecha, salió una mujer corriendo y se abalanzó sobre el carro, los tres la vieron muy bien porque la velocidad no era muy alta. Era una mujer muy blanca de larga y negra cabellera que le caía sobre el rostro.
Mario clava los frenos emitiendo un chirrido que se confundió con el grito espeluznante de María, rompiendo el silencio dela noche, logrando detenerse un poco más adelante, como atontado al volante, Mario repetía sin cesar, matamos esa mujer, matamos esa mujer.
- Bueno mijo, bájese, vamos a ver que paso.
- Yo no me bajo gritaba María, presa de una crisis de nervios.
- Cálmese mija que Mario y yo vamos a ver, usté quédese tranquila.
Los dos hombres se bajaron y Mario se agacho por la parte delantera.
- Don Nicolás grito Mario, aquí debajo no hay nadie.
- No puede ser muchacho, si yo la vi en la trompa de la camioneta.
- Don Nicolás revisemos por detrás, a lo mejor quedo más allaíta.
Caminaron varios metros hacia atrás, volvieron a la camioneta, revisaron todo muy bien, no había rastro de sangre ni de nada, una Chupa hueso pasa sobre sus cabezas y pega su chillío, perdiéndose en la oscuridad de la noche, un escalofrío se fue apoderando del cuerpo de aquellos hombres erizándoles la piel.
- María será mejor que nos vallamos, aquí pasa algo muy raro, en el camino le
cuento. Abordaron la camioneta y continuaron su camino.
Una vez repuesto de la impresión Don Nicolás le dice a sus compañeros.
- Miren muchacho lo que vimos esta noche fue una mala visión.
- ¿Cómo una mala visión papá?
- Bueno, lo que vimos fue la muerta de la galera, desde que yo andaba con mi taita por estos caminos se que sale una mujer por aquí, lo que pasa que para ustedes los muchachos todo es embuste, pero miren los que nos pasó.
- Don Nicolás pero ¿Quién sería esa muerta?
- Decía mi taita que esa era un alma pérdida y que vale la pena que nadie la compadezca.
- Papá, será ¿Qué tiene algunos reales enterrados? ¿O murió debiendo promesa?.
- No mija es que esa muerta cometió un crimen muy feo que en el mundo no se acepta, mató a su padre y a sus tres hijitos con un tiro de escopeta y no conforme con eso bailaba como si fuera una fiesta, y cuando se dio cuenta que ya estaba descubierta le metió candela al rancho y sólo sacó su maleta.
- Y ¿Para donde se fue?, pregunta María
- Dicen los que la miraron que buscó rumbo hacía El Baúl, como la mujer desierta. Pero fíjese mija que sólo firma con su propia letra, el que la debe la paga, en los bancos de Paraima, allí la encontraron muerta, picá de una cascabel y de allí en adelante quedo vagando esa muerta por aquí por las galeras de El Pao y no sólo es esa muerta, por aquí salen muchos espantos, por eso es que a mi no me gusta anda de noche ni los lunes, por que la noche es de los espíritus.
Así de tertulia en tertulia les amaneció a los tres viajeros llegando a Valencia, diciendo desde ese día no viajar más de noches y muchos menos los lunes.
Informante desconocido. Este cuento llegó al concurso más de trece veces, sin embargo, cuando fuimos a revisar la plica de su autor, siempre estaba vacía. Quisimos desaparecer este cuento; pero algo nos decía que teníamos que publicarlo. Aquí está, si el autor está por ahí por el llano, nos avisa; pero si es un espanto; mejor que dejemos las cosas de ese tamaño.


EL MUERTO DEL MOLINO
Aunque muchos aseguran que con la llegada a los campos, de la luz eléctrica y otros medios de diversión, como la radio y televisión han desaparecido los espantos y aparecidos de las regiones llaneras, me atrevo a asegurar que no es cierto, pues tuve la oportunidad de sentir, aunque no lo vi, la presencia de algo que en esa oportunidad para mí era fuera de lo común.
Vivía con mis padres, desde los once años, en una casa construida de bahareque y cubierta con friso de cemento, en una parcela situada en los terrenos de la familia Blanco (abuelos maternos) en la comunidad de la Palma, vía Manrique, teníamos aproximadamente trece años viviendo en esa zona, hasta que un día mis padres decidieron comprar una casa y mudarnos a Mango Redondo, también en la vía a Manríque.
Como siempre me la pasaba pescando y cazando con mis amigos de la Palma, en los tiempos libres cuando llegaba del liceo o en épocas de vacaciones, o simplemente en las noches nos reuníamos a mascar chimó o tabaco en la casa de alguno de ellos y comenzar a echar cuentos.
Todavía no me acostumbraba a estar en mi nueva casa y me iba, todos los días en bicicleta desde Mango redondo hasta la Palma todos los días, ya que siempre era una rutina estar juntos hasta altas horas de la noche, por lo cual mis padres siempre me decían que era malo tener esas cebas, que cualquier día me podía salir un espanto para asustarme, pero haciendo caso omiso, me iba todas las noches al regresar del trabajo.
Un miércoles antes de la Semana Santa del año 2000, me encontraba jugando dominó y mascando chimó, después de tomar café como todas las noches en la casa del Sr. Esteban León, cuando me di cuenta ya eran cerca de las doce de la noche y como no estaba ninguno de mis amigos de Mango Redondo, que a veces iban conmigo, decidí irme solo a mi casa.
Casi siempre me tardaba entre quince a veinte minutos en llegar a mi casa, pero esa noche, noche de luna clara, al pasar por el sitio del molino, lugar que queda como a trescientos metros después de pasar el Club el Campestre, sentí un peso inmenso en la bicicleta que tenía que hacer un gran esfuerzo para lograr que la bicicleta avanzara, pensando que se me había espichado, me detuve a ver si tenía algún desperfecto mecánico y me percate que no tenía nada.
En ningún momento sentí temor alguno por lo que estaba pasando, ya que todas las noches al emprender mi regreso a Mango Redondo me encomendaba a la Santísima Virgen y me metía una mascada de chimó que nunca me falta en el bolsillo.
Lo que también pude notar y me parecía aun más extraño, fue que comenzó a hacer una fuerte brisa que me impedía pedalear lo que hizo que ese día tardara cerca de cuarenta y cinco minutos en llegar a mi casa.
Faltando escasos doscientos metros para llegar a mi casa, sentí que ya no tenía aquel peso en mi bicicleta y dejó de hacer la fuerte brisa, al llegar a la casa le conté lo sucedido a mis padres y éstos me dijeron que no me habían asombrado porque siempre llevo conmigo una cajeta de chimó, que para los viejos de campo es una contra para cualquier mal que pueda aparecerse en el camino y de la cual soy muy creyente, y cuando salgo de mi casa mis padres me encomiendan a todos los santos.
Recuerdo que esa noche me acosté callaito. Pensaba en el peso, en el muerto del molino, y me dije, jugaré dominó otra vez, ¿quién sabe cuándo?.
Informante: Carlos A. Muñoz L. Nativo de Manríque, San Carlos. Edad; 29 años. Fecha de la muestra 21 de mayo de 2004.


LA LEYENDA DE LA MULA MANIÁ DE LA MATA CARMELERA
Ninguna historia comienza sin que antes tenga otra, pero lo que le pasó a Nicolasino el mismo lo originó. Andaba yo por Cojeditos, tierra plana de Cojedes, cuando lo miré avisorao, nos saludamos como siempre, pero no me aceptó el chimó, cosa rara, pero ni modo. Le pregunté, en chanza, notando una maletica que llevaba en mano, qué si era que el cura lo había echao de la iglesia donde era monaguillo, “Voy pá Mata Carmelera”, clarito me respondió. Yo me puse cabezón, porque allí sale un espanto que no pela en los meses de verano, Nicolasino como leyendo mis pensares me soltó esta canteleta:

Dos veces ya me ha patiao
esa mula tan condená.
Le juro que voy restiao
tengo esa espina clavá.

A lo que el sin esperar mi contesta, se persigna y me lanza otra copla que mucho me atemorizó:
Yo ahora soy hombre santo
y por el cielo mandao.
Ahora no temo a espantos
ni a seres endemoniaos.
Guárdese todo quebranto
compadrito del Cacao,
esa mula está penando
por tós los que ha matao.

Pensativo igual salí para mi troja, sin sacarme, siquiera, un rato de la cabeza la leyenda de aquella mula blanca que desbarataba a los hombres para sacudirse la maldición echada por su propio amo, el presidente Joaquín Crespo, cuando Luis Loreto Lima, lo hiriera de muerte en la Mata Camelera. Dicen que un faculto conjuró a la bestia al quererse Crespo escapar. Y así maniá por un brujo y maldita por el moribundo, quedó vagando por siempre. Buscando ya las maneras de dormirme, llegó a mi mente el recuerdo de unos versos que recitaba mi viejo:
Qué tendrá la oscurana
que arrastra a todo llanero;
bien sea hoy o sea mañana
él persigue los misterios.
La noche que se engalana
con los rápidos del trueno,
al llanero cómo llama
espantos en los esteros.

Meciéndome en mi hamaquita caí como por gracia divina en un sueño muy profundo; me veía yo arriba de una nube, desnudo pero contento, una santa, muy hermosa, se venía acercando de a poquito hacia donde yo la esperaba, musiúa la muy catira, con los ojos como de miel y los cabellos en una brillante cascada; al momento en que la santa me tiende los brazos para darme la bienvenida y yo también los estiro mi esposa me toca en el hombro y me dice; “Levántate Anselmo, que hoy no te espera aguinaldo”. ¿ Qué me quiso decir? Más tarde lo averiguaría, igual agarro yo mi camaza y llego hasta el ojo de agua a levantarme la murrunga, en eso siento una voz familiar que me canta desde el monte:
Llegándose a Apartaderos
verdadera es la Sayona,
el viejo matón hachero
te espera con la Llorona.
En la finca de la Leona
aturden las maldiciones,
porque la mula campeona
asesina a los peones.

Volteo y no veo a nadie, ni pajaritos siquiera, busco la ropa y no la encuentro, veo hacia el ojo de agua y se empieza a poner turbio, el cielo de golpe se enfría y cuando ya me estoy hincando para invocar a las ánimas llega otra de nuevo mi mujer, pero esta vez para salvarme, “Anselmo apúrese que lo tá esperando el Gobierno”. El jefe de la comisión me dice; “Apersónese en la medicatura, para que nos confirme la historia de un moribundo que conseguimos anoche mismo, ese quedó como si le hubiese pasado una montaña de puras piedras por encima”. En el camino, el segundo del pelotón comienza a cantar con chanza:

No valieron hoy los rezos
menos la envalentoná;
a Nicolasino por eso
lo tienen que sepultá.
Doble cascos la emboscá
primero sobre los sesos
pá callar la novedad,
otros duros en los huesos
no se fuera a levantá,
el último como un beso
más debajo de la quijá.
Lo vienen a traer por eso
en parihuela montá,
estirao como un tiesto
y la Mula enrisotá.

En esos nos quedamos de una sola pieza, era el propio Nicolasino que andaba, eso sin caminar, flotando el muy ladino como plumas en el aire; Ave María. El comisario pregunta “qué asunto traes, ño muerto” , a lo que en la brisa responde:
Encontré la primavera
la propia felicidad.
Lo que buscaba yo era
monta a la Mula Maniá.
Yo dejé la rezadera,
ya pacté con Satanás,
en la Mata Carmelera
Hoy se le escucha mandá.

Y así como lo escucha; la Mula de la Mata Carmelera, consiguió un nuevo dueño. Él mismo la guía por las noches de verano y cuando alguien, se le envalentona a la bestia, es Nicolasino quien la conduce para que ella no se equivoque y nadie se le vaya liso.
Informante; Isaías Medina López (compl.) Nativo de San Carlos. Edad 46 años. Fecha de la muestra 27 de junio de 2004.


POR ANDAR DE FIESTA EN LA CHEPERA
Lo que les voy a contar
es una historia verdadera.
Un día salí de El Muertico,
a una fiesta en La Chepera,
resulta que en ese barrio
había una fiesta muy buena,
con arpa, cuatro, maracas,
cerveza, ron y ternera;
cuando comenzó el joropo,
saque a bailar a una morena,
repicando un zapateo
pa` que la gente me viera.
Antes de terminá el joropo,
yo me puse a hablar con ella,
y le pregunté su nombre
para que ella lo dijera;
a mí me llaman Carmita
pero mi nombre es Elena,
le dije con mucho amor
tú me gustas mi morena,
yo me casaría contigo
aunque tus padres no quieran.
Después que yo me expresé
de esa manera tan güena,
esta muchacha quedó
igualita que en la cédula;
la invité para su casa,
pa que una agüita me diera,
ante e llegá a su casa,
me echaron una carrera
y llegué hasta Campo Alegre,
y me compré una botella,
llegando a la Pica Tres
me espantó una cosa fea;
un perro con los dos ojos
parecían braza e candela;
luego desapareció
y se convirtió en una vieja,
más acá de la batea
llegando a la Miguelera,
un hombre vestío e blanco
en una bicicleta vieja,
y se escapaba adelante
chocaba con una ceiba,
después de chocar bastante,
salió prendío en candela,
cuando miré ese demonio
pegué una sola carrera,
ahí perdí los zapatos,
el sombrero y la botella;
hay fue que perdí la maña
de ir a fiesta en La Chepera.
Autor; José Lobatón Informante: Ramón Aguilar. Nativo de El Muertico, Municipio Ricaurte. Edad; 29 años. Fecha de la muestra 11 de junio de 2004.


EL LLANO EN VOCES
La presente sección contempla los textos de autores no nacidos ni residenciados en Cojedes cuyo aporte a narrativa fantasmal llanera es relevante. La apertura corresponde al que, posiblemente, sea el primer cuento llanero de fantasmas publicado en inglés; Bartolito y los caimanes más grandes del mundo de Ramón Páez, traducido por Caupolicán Ovalles, seguido del relato Kotepa, Altagracia y Rulfo, de Francisco José “Kotepa” Delgado.
Luego se incluyen los textos de autores remitidos desde distintos lugares del país que resultaron ganadores o con menciones de honor en el Concurso Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel” a lo largo de sus cuatro ediciones (1998-2002) de acuerdo a la siguiente relación; El Arreo de Mercedes Franco, ganador en 1999; El Ruido, de Arnaldo José Giménez, ganador en 2002; Noche de Espanto de Erika Shwab, mención de honor en 1998; La laguna encantada de La Yaguita, mención de honor en 1998; Diapasón en azul, de Franklin Coromoto Torrealba, mención de honor en 2000.


EL PRIMER CUENTO LLANERO DE FANTASMAS ESCRITO EN INGLÉS
Autor: Ramón Páez / Traducción: Caupolicán Ovalles
Compilación: Isaías Medina López
El siguiente relato (originalmente en inglés y luego en francés) aparece insertado en el texto; “Wild Scenes in Sout América or Life in the Llanos of Venezuela”, obra de Ramón Páez publicada en la imprenta de Charles Scribner (New York City), reeditada en español como Escenas rústicas en Sur América o la vida en los Llanos de Venezuela. La traducción en versión libre que ofrecemos fue efectuada por Caupolicán Ovalles y entregada por éste a Isaías Medina López el 23 de abril de 1987, en la antigua casa del poeta Alberto Arvelo Torrealba en la ciudad de Barinas. Ramón Villegas Izquiel y José Daniel Suárez, preguntaron si ese era el primer cuento de fantasmas llaneros publicado en inglés, el erudito José León Tapia respondió tajantemente; “Eso es cierto”.
Ramón Páez: Hijo del general José Antonio Páez nació en Achaguas, estado Apure en 1810 y falleció en Calabozo, estado Guárico en 1894. Diplomático y primer experto nacional en botánica y fauna llanera reconocido en Europa y Estados Unidos de América.
Caupolicán Ovalles: Nace en Guarenas, estado Miranda en 1936 y muere en Caracas en 2001. Abogado, poeta, novelista, periodista, bibliófilo y co-fundador de los grupos literarios “El techo de la ballena” y “Tabla redonda”. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1972.

BARTOLITO Y LOS CAIMANES MÁS GRANDES DEL MUNDO
Bartolito colgó su chinchorro de las puntas salientes de una gran canoa abandonada en la playa del río. Cómodo ya, de sus otros únicos bienes agarró su tapara de aguardiente y su cuatro y le ofreció a San Rafael pararse al amanecer a pescar como nunca antes en su vida. Refrescándose con un buen trago y unas viejas coplas altaneras cayó en el profundo sueño del fatigado por el trajín del caluroso día.
Al despertar, se vio sumido en una oscuridad que creyó ser la de la media noche, pero sin que brillara la luna ni ninguna estrella amiga. Completamente extraviado buscaba la clave del tenebroso misterio, caminando hacia delante con cautelosos pasos, mientras tanteaba con las manos temeroso a cada instante de tropezar con algo malo; cuando con gran sorpresa, su atención fue atraída por la naturaleza pegajosa del suelo, y por lo viscoso y tibio del alrededor, como si se tratase de unas paredes vivientes, que por todos lados encontraban sus dedos extendidos.
El descubrimiento de todas estas cosas estaba acompañado por la desagradable convicción de haberse engañado al tomar la boca abierta de un dormido caimán por un bongo viejo; repuesto de su sorpresa como buen llanero se aprestó a sacar provecho de la adversidad. Invocando nuevamente su repleta tapara y su cuatro, pensaba en cómo escapar de aquel inmenso animal, al que todos llamaban “el caimán más grande del mundo”.
Al tomarse un reconfortante trago recobró su espíritu festivo y al entonar el viejo canto del Bonguero Perdido sintió que de lejos una voz le hacía replica a su cantar. Aún a sabiendas de que debía tratarse del eco que retumbaba en la enorme barriga de aquella monstruosa criatura se dispuso a caminar por donde lo guiara su propia canción. Mientras caminaba se dio cuenta que sus ojos se habían adaptado a la oscuridad, miró, pues hacia los lados y divisó racimos de cambur, y cajas de catalinas y quesos que seguramente el caimán devoró de alguna de las canoas de mercadería que solían perderse con todos sus tripulantes en la inmensidad del Llano. También en un extraño apilamiento se divisaban las osamentas desgastadas y blanquecinas de quienes jamás volverían a surcar por aquellas llanuras de Dios.
Así se la pasó no se supo cuántos días, pero caminaba a sus anchas, comía, bebía y sacaba a su guitarra los amados tonos del Llano, casi como acostumbrado a respirar entre las pegajosas paredes del vientre del caimán. Por fin, y en tanto degustaba tristemente la última gota de su fiel tapara, se iluminaron de repente los muros de su calabozo viviente con un débil rayo de luz en la distancia. A la carrera y como pudo todo sus pertenencias y confirmó que su animal y carcelero había dejado las aguas para dormir su siesta en la arena, y así fue como recordó Bartolito qué son los hábitos de esa fieras. Al mirar abiertas de par en par las fauces del caimán descolgó el chinchorro de los colmillos que él había fatalmente tomado por las costillas salientes de una abandonada canoa.
La bestia al sentir que Bartolito pisoteaba en veloz marcha su lengua sintió el instinto animal de engullir su presa, pero como por cosas de San Rafael, misteriosamente, no lo hizo. Al fin y al cabo él era “el caimán más grande del mundo” y Bartolito no representaba ninguna diferencia en medio de tantos hombres, animales y embarcaciones que con fiereza deboraba a su antojo. Sin inmutarse dejó salir a esa pequeña presa.
Cuando ya el sol terciaba el mediodía, el caimán sintió que todo su inmenso cuerpo caía arrojado de la playa del río por un gigantesco chorro de agua. Desacostumbrado a ser sacudido por fuerza alguna, el enorme animal se recobró muy lentamente, cuando atento buscaba la causa de aquel insulto a su majestad se quedó paralizado desde la punta de la cola hasta la cabeza ante un poder infinitamente descomunal; a primera vista semejaba ser una inmensa isla navegando a toda prisa, luego pudo apreciar mejor a su agresor, se trataba de Bartolito, que esta vez con alegría pasaba por el medio de las aguas cantado desprevenido sobre la frente del “caimán más grande del río”.

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Kotepa Delgado: Seudónimo de Francisco José Delgado, nacido en Duaca, estado Lara en 1913 y fallecido en 1988. Junto a Miguel Otero Silva funda el célebre impreso humorístico El Morrocoy Azul y en 1941 el diario Últimas Noticias.

KOTEPA, ALTAGRACIA... Y RULFO
Acababa de fallecer el super – escritor mexicano Juan Rulfo. Con sólo dos libros “Pedro Páramo” y “El llano en llamas” conquistó la inmortalidad.
Incineraron sus restos pero su espíritu fue a vivir en el pueblecito de Comala, escenarios de las hazañas de su héroe Pedro Páramo, una historia de muertos y de vivos, en la cual hasta el lector teme ser un fantasma.
Ahora Juan Rulfo acompaña a Pedro Páramo cuando éste, al pánico de la media noche, rompe el silencio de Comala, atravesando el pueblo, con prepotencia de terrateniente sojuzgador, en un caballo desbocado.
En tiempo de Gómez, cuando aún no había luz eléctrica en los pablados, contaban numerosas historias de fantasmas. Como aquella de Pedro Ramírez, un agente viajero que descendió a las 7 de la noche del único autobús que hacía la travesía de los llanos. En la plaza del entonces semioscuro pueblecito de Altagracia de Orituco, trataba de conseguir una posada. Cuál no sería su sorpresa al encontrarse con su antiguo condiscípulo de la universidad, Rafael Inojosa.
- Chico, no busques posada, te vas a dormir en mi casa.
Caminaron dos cuadra e Inojosa abrió las puertas de una pequeña vivienda. Cenaron y se acostaron en dos hamacas a recordar con saudades de estudiantes fracasados, sus alegres tiempos universitarios. De repente, Inojosa, sin que Ramírez pudiera evitarlo, se incorporó de la hamaca y de allí, frente a un espejo, se degolló con una navaja barbera.
Ramírez acomodó en el suelo el cadáver de su amigo y salió en carrera para la jefatura civil en solicitud de su auxilio. Al llegar encontró a una señora que también estaba demandando ayuda. Era la madre de Rafael Inojosa.
- Mi hijo acaba de degollarse; vamos a mi casa para que lo vean.
Ramírez porfiaba que se había suicidado a dos cuadras de allí y la señora sostenía que había sido en su casa que quedaba al frente.
Los policías y Ramírez acompañaron a la señora y efectivamente en su propia casa estaba Rafael Inojosa degollado.
Ramírez fue con los funcionarios a la otra residencia y encontraron las dos hamacas, el espejo y la navaja barbera, pero allí no se había suicidado nadie...

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Mercedes Franco: Nativa de Maturín, estado Monagas. Lic. en Letras. Con cursos de postgrado, publicaciones y obra premiada tanto en Venezuela como en el exterior. Reside en Caracas donde labora en distintas universidades.

EL ARREO
Alguien tocaba con fuerza la puerta, de madera. Monótono, insistente, el golpe se repetía con intervalos de pocos segundos. Cuando doña Eliana abrió se dio cuenta de que era el caballo de su marido quien había estado golpeteando la puerta con el casco desde hacía rato. Atravesado sobre la montura, totalmente inerte, yacía Juan. La mujer gritó, espantada, y su hermana corrió a auxiliarla. Entre las dos bajaron al hombre y lo acostaron en su cama. Una jarinita leve como la misma brisa lo empapaba todo.
En medio de su febril inconciencia, papá Juan deliraba a ratos: “Los burros...el arreo...se reían...”. Palabras incoherentes, nada podía deducirse de ellas. Había salido el día anterior con su hombre de confianza y varios peones, llevando unas cuantas mulas cargadas con tabaco en rama y papalón. Y regresaba solo, exánime en su caballo, con aquella fiebre intensa y extraña que lo consumía, en un delirio inexplicable.
A mediodía fue que pudo llegar Don Marcos, el único boticario del lugar, quien lo estuvo examinando y recomendó compresas frías sobre la frente, y una toma de hojas de catuche para bajar la temperatura.
-Este hombre tuvo una visión. Sentenció antes de irse, cabizbajo.
Al atardecer fueron llegando los peones. Calixto Ramos, el capataz, se adelantó, dándole vueltas al sombrero de cogollo. Intentaba balbucear una disculpa:
-No pudimos hacer nada. Yo le advertí al patrón que no disparara.
-A los espantos no se les tira. Acotó el indio Alfonzo santiguándose, con los ojos desorbitados.
Con el rosario en la mano, doña Eliana no respondía, tibias lágrimas inundaban sus manos, sus ojos campesinos, mientras sobaba las deslucidas cuentas de madera. Pero Augusta, la hermana más joven, quiso saber con detalles lo ocurrido. Y el capataz comenzó a hablar vacilante, aún asustado, después de haber apurado una taza de café caliente:
Las mulas iban fresquesitas y nosotros tranquilos. Dejamos el pueblo y cogimos el camino del llano, íbamos ya entrando en aquella espesa mata de sabana, sin salirnos de la trocha abierta, y todo se veía muy claro por la luna. De todas maneras yo, que era el que iba adelante, llevaba prendido mi favorito viajero más que todo por costumbre, porque como ya le digo, no había necesidad. Entonces vimos venir a lo lejos un arreo grande. Como si brincara sólo entre las sombras parpadeaba en la distancia el candilito de kerosén que traían, a veces casi se apagaba, porque venteaba fuerte. El patrón ordenó que nos hiciéramos a un lado para hacerles espacio, porque aunque la trocha es ancha nosotros íbamos por todo el medio. En ese momento nos dimos cuentan de que ellos se movían hacía el mismo lado que nosotros, como imitándonos. A Papá Juan, le molestó aquello, por parecerle guasa, pero no dijo nada. Nos movimos hacía el lado opuesto y nuevamente hicieron ellos lo mismo, como burlándose. Ahí sí el patrón les habló fuerte:
“Amigo, ¿cuál es la chercha?”
En ese momento supimos que el arreo era de burros, por un rebuzno largo y ronco que se oyó, a manera de respuesta. Estaban aún lejos, pero por el bulto notamos que eran muchos. No se distinguían las formas entre la hojarasca del mastranto y los chamizales crecidos, pero sí nos percatamos que eran burros. Pero cosa curiosa, aquellos rebuznos parecían carcajadas. Largas risotadas burlonas, chanceras, que resonaban por la sabana vacía y me erizaban los pelos de la nuca. Se oyeron otros rebuznos, y también parecían risas. En ese momento supe que aquello era algo malo, porque arreció la ventolera, como amenazando aguacero y sentí escalofríos. Me encomendé a las ánimas benditas, convencidos de que nos hallábamos en presencia del propio Satanás, y así se lo dije a papá Juancito. Me contestó con una pachotada, usted sabe cómo es él. Me busqué en el pecho el escapulario de la Virgen del Carmen que siempre llevo al cuello y no lo encontré. Recordé que me lo había quitado un día antes, cuando me bañé en la poza de La Tigra. Ese escapulario estaba “rezado” por Don Roberto y era la “contra” y protección ante todo mal. El patrón sacó el revólver, furioso, como usted misma sabe, él siempre ha sido así, genioso, que yo lo conozco desde muchachito y sé que esa es su naturaleza, como también lo era de su difunto padre, el patroncito Don Juan Ruiz a quien Dios tenga a su diestra. Pues Papá Juan nos ordenó apurar la marcha, y a medida que nos acercábamos aquel extraño arreo, el aire se enrarecía, una súbita pestilencia nos mareaba y nos revolvía las tripas y un frío agudo y repentino se nos metía hasta los huesos. La noche pareció detenerse, la luna se escondió tras unas nubes grandes y gruesas, no se veían las estrellas. Me santigué y comencé a rezar en voz baja. Cuando estuvimos como a unos cien pasos logré ver que el primero de la comitiva, el hombre que conducía el arreo, no tenía cabeza. Así como lo oye. Tampoco tenía cabeza ninguno de los otros jinetes zambos, que cabalgaban tras él, ni siquiera los burros del arreo que eran más de una docena y que seguían rebuznando y riéndose. Como ya se veía que era cosa del mismo diablo, grité con toda la fuerza de mis pulmones: “Ave María Purísima”. Pero el patrón comenzó más bien a maldecir y a echarle tiros a aquello. Le disparó al descabezado que iba delante del arreo y a todos los burros sin cabeza, que se carcajeaban cada vez con mayor fuerza.
Las mulas se nos fueron en desbandada, se internaron en la espesura de aquella mata de sabana que de pronto parecía interminable, enloquecidas de espanto, huyendo de los burros que las perseguían. Lo último que vi fue que un espanto de aquellos, un hombre oscuro sin cabeza, brincó a la grupa del caballo de papá Juan y lo agarró por la cintura, mientras él seguía disparando al aire. El caballo echó a correr desgaritado, montarascal adentro, como arrebatado por el mismo Lucifer, y seguían estallando alrededor de nosotros los rebuznos o carcajadas de aquellos burros infernales. Yo quise ir tras el patrón, ayudarlo, pero una fuerza superior me inmovilizó. Mi caballo se alzó de manos, encabritado, y luego arrancó a todo galope, llevándome lejos. Yo no sabía a donde iba, solo pensaba en mi mujer y en mis hijos. Y así fue como, llegué hasta aquí, con el indio Alfonzo, el compai Chinto y Ramón Piano. Sin darnos cuenta habíamos salido de aquella mata de sabana y llegamos a llano abierto. De allí pa’ lante no supimos qué más pasó.
Calixto Ramos terminó su cuento y en eso entró Don Roberto, el Brujo de La Pica. Se quitó el peloeguama y entrecerrando los ojos azules dijo con su voz lenta y cadenciosa:
Les salió el Arreo de la sabana. Ese es un espanto que vaga errante por estos andurriales desde hace mucho tiempo ya, desde los tiempos del General Bermúdez, cuando los godos todavía mandaban en Venezuela. Dicen que es el alma atormentada de un hacendado de La Cruz de la Paloma, que mató a su hermano para robarle sus tierras y su fortuna el que se topa con el arreo tiene que invocar a la Santísima Trinidad, esa es la contra. Y no se le puede maldecir, ni echarle plomo, porque el espanto “se le pega a la pata”, como le pasó al amigo. Y dicen que no suelta a su víctima hasta que se lo lleva.
La blanca Augusta incendió una vela blanca bajo el cuadrito de la Virgen del Carmen y se hincó a rezar por el cuñado. Al levantarse se santiguó y luego se alejó silenciosa por el corredor, arrastrando su larga falda de zaraza, hacia su aposento, mientras que Doña Eliana permanecía en vela, estático los grandes ojos negros, pasando las cuentas de su rosario junto al marido delirante.
Ya al amanecer papá Juan se fue quedando dormido, mientras una lluvia triste caía sobre el campo verde, sin trinos de pájaros.

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Arnaldo José Jiménez: Nativo de La Guaira, estado Vargas y residente en Puerto Cabello, estado Carabobo. Lic. en Educación, colaborador permanente de las publicaciones literarias de la Universidad de Carabobo.

EL RUIDO
El anciano se quita de una de las ventanas y cerrándola comenta: “es mejor que se vayan a dormí, una cosa es el llano bajo el sol y otra bajo la luna, por aquí se oyen cosas muy raras que trasnochan al que no está acostumbrado”. Arrastra sus pasos por el piso derruido y se va hacia su cuarto apoyando sus manos en las paredes blancas y aún calientes por el sol de la sequía. El ambiente es sombrío, un candelabro de hierro sostiene la cabellera de la vela, temblorosa e íntima, la brisa externa ulula entre rendijas y ramajes. La lejanía suena sus cascos.
Los que escuchan al anciano son dos muchachos casi entrados en la adolescencia y una mujer con vestimentas pálidas y ralas de entecas musculaturas y ojos vivaces. Los muchachos se acuestan y al poco tiempo extrañan sus costumbres citadinas, sienten lo absurdo que es querer repetir allí sus ritos nocturnos en los que las almohadas y el ventilador forman parte del escenario. El abuelo ha pasado mucho tiempo solo desde que murió su esposa, la hija y los nietos lo visitan tratando de disipar su huraña vida y de cortar la fascinación que lo embarga por la melancolía y la nostalgia.
A todas estas, los nietos quienes apenas son remecidos por sus propios pesos en las hamacas, duran unos minutos zambucados en el sopor de la media noche, moviéndose de uno a otro lado, observando la huida del sueño. Así permanecen, comiéndose las vigilias, escuchando sin querer los ruidos que pernoctan en el llano. De entre toda la algazara comienza a ganar relieve un sonido que parece ir y venir aumentando y perdiendo intensidad. Ellos se quedan tranquilos, esperando que sólo sea un ruido ocasional, pero éste insiste, va y viene, estridente y firme tramonta y cabriola sobre las matas. Uno de los muchachos llama infructuosamente a la madre. El otro hermano se sienta en la hamaca y dice:
- ¡Escuchaste ese ruido Toño!
- Sí, sí lo escuché. ¿Qué será eso, qué puede sonar así tan feo?
- La verdad es que no lo sé, pero es mejor que estemos atentos.
- A mí no me gusta nada esto, ojalá y nos fuéramos pronto.
El cuchicheo de la conversación fue venciendo el sueño de la señora Carolina quien con voz adormilada les pregunta por lo que pasa. Toño, con gacha expresión se lleva un dedo a la boca: ¡schhh! Cállese para que oiga. El ruido parece estar más de la casa, la nitidez cala en los huesos y les irisa la piel, no tienen ninguna referencia, a menos que lo comparen con el propio silencio de sus miedos. La madre abre los ojos en un gesto de asombro y de temor, luego cobra la compostura y se dirige a ellos:
- ¡Háganle caso al abuelo! Cobíjense bien y duerman. Persígnense y olvídense de esos ruidos.
Da media vuelta en su catre y dice a rezar quedamente. Juanchito espera un rato y luego camina a hurtadilas hasta el cuarto el abuelo, se asoma por la hendija de la puerta y la voz ronca del viejo emerge desde la oscuridad:
- ¿Qué quiere Juancito?
-Nada abuelo. Lo que es que estoy asustado.
-¿Y eso a qué se deberá?
-No sé, es un ruido que está por allá afuera.
-No se me preocupe más por eso mijo, seguramente son los animales que anda en celo y se ponen a llamarse unos a otros.
-¡Todavía uté no ha visto ná! Vaya y duérmase tranquilo.
-Esta bien abuelo, debe ser eso. Buenas noches.
-Juanchito no aguata la curiosidad y abre la ventana para buscar entre la maleza lo que está causando el ruido que parece un batir de maracas de cascabeles con un silbo intermitente que desgarra la penumbra. Pasea los ojos y siente la oscuridad quedarse en ellos, un murciélago raya en el espacio sus veloces esguinces y burla las ramas de los cujiés. El ruido no ha cesado, viene como un látigo desde el otro lado de la maleza. Va y encuentra una pequeña linterna sobre la silla, la trae y alzándola por encima de su cabeza con los brazos colocados fuera de la ventana, alumbra y recorre con la lenta mirada la cercanía. Pasea los ojos y el olor de la vida no se oculta, la tierra guarda al hombre en su opacidad. Pasea los ojos y columbra una carrera de bachacos que acarrean trizas de hojas hacia la espesura. Entretanto, el ruido se hace más fuerte y su expectativa queda suspendida en el misterio de los montes, de pronto, el hermano deja caer sobre los hombros de Juanchito un abrazo frío que lo espanta y lo hace gritar horrorizado, cierra la ventana y se recuesta de ella. El zaino corazón se encabrita. Traga un golpe de saliva y abre la boca tomando aliento. Después de disculparse y bromear un poco, Toño se dirige hacia la mesa y rodando sus manos sobre el mantel tropieza con la jarra llena de agua y le da de beber a Juanchito, éste sorbe un poco y sonríe calmo y sosegado. Es entonces cuando se percatan de que con el susto la linterna habíase caído entre las matas del jardín.
El ruido cesó. Afuera la luna redonda y amarilla sobre los matorrales. A destiempo, la lejanía canta como un gallo y unos perros ladran obsesivos. El ruido sigue sin aparecer. La madre duerme imperturbable. Toño la mira fijamente y comprende que ya no vale la pena levantarla. Luego camina hacia el cuarto del abuelo, Juanchito quiere detenerlo, pero tanto su voz como sus ademanes de apremio se pierden en el vano esfuerzo. Llega cerquita del abuelo, éste parece estar muy ocupado reventando las capas de sus sueños, un chorrito de chimó se desliza desde la boca. Unos mosquitos revolotean. “El abuelo no es”. Piensa Toño y abandona el cuarto.
Los dos hermanos se animan para volver a mirar por la ventana. El ruido aparece. Juanchito especula sobre la posibilidad de que la abuela haya quedado en pena y esté buscando la manera de correrlos. Toño asienta un poco inseguro e invita a Juanchito a dejar las cosas así y tratar de dormir otra vez. En lo que abramos los ojos ya será de mañana, dice, cuando están cayendo en las hamacas. El ruido irrumpe imprevisto como un temblor de tierra, tan cerca como sus propios corazones suenan en el jardín un sin fin de cornamentas de venados reventándose unas contra otras en un duelo inverosímil y ensordecedor. Todos se han levantados despavoridos. Se llevan las manos a los oídos, insoportable, el ruido cruza por el centro de sus temores, el abuelo busca torpemente un rosario y recorta las palabras, la casita se estremece, los muchachos lloriquean ovillados en la saya de su madre, delante de la puerta hay presencia, no tienen dudas, algo está ahí con una fuerza inusitada que vacila en expresarse, los goznes de la puerta están cediendo, los retazos de oraciones nada han logrado, por fin, la inmovilidad da paso a la acción y escapan corriendo por la puerta trasera, en ese momento la otra puerta cae trepidante.


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Erika Schwab: Seudónimo de Anna Erika Romaniuk, residente en Guanarito, estado Portuguesa. Historiadora, poeta y cuentista cuya obra le ha valido su inclusión en diversas antologías nacionales y regionales.

NOCHE DE ESPANTO
La noche caía rápida sobre la sabana. Noche especial, noche de mayo, noche de la Cruz. Las estrellas aparecían lentamente y la Cruz en el cielo indicaba la dirección al joven jinete que había salido desde Guanarito temprano para el Hato Ánimas Ribereñas.
Tres días había estado ausente Segundo, pero hoy tenía que regresar. Ana lo esperaba para la fiesta que iba a formar esa noche. Velorio de la Cruz, la promesa sagrada de cada año para una buena cosecha y prosperidad. Noche de rezos, pero también de alegrías y bailes después de las doce y noches de espantos porque nadie sabía quién andaba por la sabana.
Sentía hambre Segundo, pero pronto llegaría, allá le debía esperar alguna buena comida guardada por La Negra, la cocinera del Hato. Cocinaba tan bien y más hoy, con tantos invitados, debía haber de todo.
Pero aparte de la comida le esperaba otra cosa. Con ternura pensó el hombre en la joven que lo esperaba. ¡Ana! La mujer que él amaba. Ya era hora de pensar en el matrimonio, si todo salía bien este año se casaban.
La noche era calurosa y serena, el cielo despejado y picado de infinidad de estrellas. El hombre absorbido en sus pensamientos había disminuido el paso del caballo, tanto que este se paró de pronto y levantó la cabeza. Sus orejas se pararon, se movían con cautela y con un brusco movimiento levantó de pronto las patas delanteras, dejando oír un relincho asustado.
Segundo, tomó las riendas de su caballo que había saltado distraídamente para controlarlo de nuevo y dio una rápida ojeada a su alrededor. No veía nada extraño. ¿Sería el ruido de algún animal que había asustado al caballo? Últimamente habían hablado mucho de un tigre que rondaba por la calceta.
Decidió apurarse más. No era bueno estar solo en la sabana de noche. Menos en una noche de mayo, comienzo de la estación de lluvia, cuando con la lluvia salían los espantos de la lluvia.
Se acordó de lo que había contado su Taita, de cómo había conocido el miedo, cuando siendo un niño se había encontrado con El Silbón, camino a Mata Larga. Rozó con los talones los costados de su caballo, cuando éste se paró de nuevo y relinchó con angustia.
Otra vez miró Segundo a su alrededor sin ver nada extraño. A un lado de él se extendía una palma por donde aparecía lentamente la luna y en ese momento le pareció ver la sombra de un caballo y de un jinete salir entre las palmas.
Al joven se le congeló la sangre. ¡Ave María Purísima! Susurraba mientras se persignaba. – Es El Jinete de Ánimas Ribereñas. Tengo que escapar, que no me alcance. Apuró el paso de su caballo, golpeándolo suavemente el cuello y hablándole con ánimo. – Vamos mi rey, adelante mi bravo.
Escuchaba los cascos de su caballo debajo de él y con espanto le parecía escuchar a otro caballo siguiéndolo por la sabana.
- Agarra el toro, allá va el toro – oía a un hombre gritar tras él.
- Es él, es él, gritaba Segundo, haciendo sonar su látigo para apurar más a su caballo. El animal parecía entender todo o el miedo se había apoderado de él, de tal forma que corría en una carrera como nunca antes en su vida.
- Anda, corre, dale, apuraba Segundo al animal, mientras sentía como tras de él se acercaba la terrible voz gritando: Allá va el toro, allá va el toro.
Era el terrible jinete de la sabana de Ánimas Ribereñas. Cuántas veces había Segundo escuchado hablar de él y ahora lo estaba persiguiendo. El miedo le subía por el cuerpo, sentía como un frío aire le corría la espalda, la cabeza le parecía estallar y con furia le daba espuelas a su caballo. Seguían los gritos detrás de él.
- Viene el toro, agarra el toro.
Con un rápido movimiento volteaba la cabeza hacía atrás, viendo como la sombra del jinete se agitaba en el horizonte y se acercaba cada vez más.
Al fin se levantaba enfrente de él las sombras de las casas del hato, se escuchaba música y voces que cantaban y con desespero brincó la talanquera para escapar de este temible espanto que gritaba a sus espaldas.
Su caballo se paró en seco en medio de la gente del patio y Segundo, quien se había aferrado a la crin, resbalaba al suelo medio muerto. Alguien le pasaba un trago de una botella y el hombre tomaba lentamente recostado contra un tronco.
- ¿Qué pasó?, - ¿Qué pasó? Las preguntas caían encima de él. Y con miedo en los ojos respondió el joven: Me persiguió el Jinete Negro. Desde Las Cruces me venía persiguiendo y casi, casi no logro escapar de él.
También Ana se había acercado y arrodillado junto a él. -Ave María Purísima – gritó de pronto señalando a su cabeza.
Ahora todos lo vieron, el joven que había salido hace tres días para Guanarito con una abundante cabellera negra, tenía ahora el pelo totalmente blanco.
Una noche de miedo y espanto lo habían marcado para siempre. El Jinete de Animas Ribereñas cabalgaba todavía en mayo por la llanura.


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Emilia Rosa Pulido Díaz: Residente en San Fernando de Apure, estado Apure. Docente. En su primera incursión en la literatura alcanzó ésta importante mención honorífica entre 131 participantes.

LA LAGUNA ENCANTADA DE LA YAGÜÍTA
Cuenta la india Leocadia Valeria, que hace muchos años cuando en los llanos apureños existían hombres machos y fregaos de verdad, que luchaban a brazo partío contra un caimán o con un tigre de pinta menuita y en la noche caminaban diez o doce leguas para mirar y bailar con la muchacha más bonita de la parranda y tomarse un palo de caña antes de pararse en la pata del arpa para contrapuntear con el mejor de los cantantes.
Llegó un hombre racional, alto, buenmozo y muy bien letrao, unos dicen que era de Barinas, otros que venía de Gúarico, lo cierto es que este gallardo señor traía la idea de fundar y quedarse en este sitio.
Este catire bizarro comenzó por construir su casa de mampostería, juntó unos indios y peones con los que levantaron las cercas de alambre, que nunca se habían visto por esos lados. Así llegaron los días de Semana Santa y justamente el Jueves Santo, ya tenía un rodeo de ganado cachilapo que habían logrado reunir, pasaban de quinientas reses y un atajo de bestias que eran la envidia de los vecinos del lugar. Ese día muy temprano, al clarear el alba, mandó a matar dos reses de las más gordas para asarlas y buscar los mejores músicos de Elorza para celebrar la fiesta conmemorando el fin de la faena y la bienvenida de su familia. Se comenzó con el trabajo de marcar el ganado con el hierro JCV, que indicaba las iniciales de ese hombre indómito como la llanura, que no respetaba tradición y aún cuando los hombres no le querían trabajar los tentó a punta de codicia diciéndoles: “El que trabaje conmigo toda la Semana Mayor le doy cinco morocotas”. En esa época eso era un rialero y quién con tanto que agarrar se va a negar a trabajar, con todo y eso algunos se fueron, pero los más ambiciosos se quedaron.
Juan Constancio Vallesteros, hombre de tabaco en la vejiga, a las once de la mañana junto a sus peones había logrado marcar más de la mitad de las reses, justo a la una de la tarde, hora en que Cristo muere en la Cruz, ya casi terminaban, se encontraron con un toro negro, con ojos cual llamaradas de fuego, de tal bravura que algunos peones le tuvieron miedo y fue el mismo quien lo enlazó y tiró al suelo para ponerle el hierro candente. Al ponerle el hierro a ese altivo animal se produjo un trueno ensordecedor que aterró la peonada y junto al trueno cayó un rayo que convirtió todo el lugar en una inmensa laguna de aguas mansas que atraían al verlas. Cuando llegaron los músicos e invitados para la fiesta sólo se encontraron un pozo lánguido y tranquilo de aguas que invitaban a entrar en ellas, todos se preguntaban: ¿Qué pasó en aquel sitio? Fue tanto el susto que todos se fueron de aquel lugar tan aterrados, sin encontrar alguna explicación para lo que había sucedido en aquel lugar y desde entonces ese sitio se llama la laguna de La Yagüita.
Este relato pasó de boca en boca de muchos cantadores de corrío, cuentan en su canto cómo los indios del lugar no se acercaban a esta laguna porque es tabú para ellos y la gente del pueblo decían que esta laguna tiene un encanto; que cuando la miras te atrae como si fuera un imán y en días de Semana Santa se escucha a lo lejos los bramidos del ganado, el relinchar de las bestias y los gritos de todos los que murieron, inclusive los gritos de Juan Constancio Vallesteros, pidiendo perdón a Dios por no haber respetado la semana de su pasión y muerte.


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Franklin Coromoto Torrealba: Nativo de Caracas (1948) reside en Barinas, estado Barinas, donde desempeña la docencia. Experimentado músico, compositor musical, poeta y novelista, comienza a publicar sus libros en 1978.

DIAPASÓN EN AZUL
El pasado es pasado sin tiempo, recrea en el pensamiento y lastima por su oscuridad; recuerdos sin frases fijas. El pasado persigue a los muertos hasta en los techos de las casas y sonríe cuando los vence; el pasado son fábulas desesperadas, fantasmas en oscuranas. Los azules nocturnos como un abismal principio de placer, la andadura inncreada que miente sin testigos y engaña con sus tentaciones, la muerte no es perfecta; la acompaña el sudor como un hálito epiléptico, la andadura no retorna y el cuerpo en pena se hacen neumas en el camino. La mansedumbre de la tierra y el silencio son pellejos grises, tálamos del viento ceñidos al ruido de los huesos. La vida es una mueca toda de ironías; gastamos la mitad aniquilando a la otra. Lo demás es infinito, espacio sin medidas.
Este fragmento, lo encuentro en una hoja de papel dentro de un libro que dejó mi abuelo a mi padre. De esto hace algo más de noventa años y, hoy, está en mis manos con otras hojas amarillas. Las reviso y las ordeno por el número de cada hoja.
Cuentan de un hombre encontrado muerto, ahogado en el río Masparro. Lo sacaron de un recodo cubierto con un pantalón blanco hasta las rodillas, el torso desnudo y los pies contrastaban con los de todos los muertos; habían bajado por el río en tiempos anteriores. Tenía una mueca melancólica en los labios como si al morir recordara de donde vino, su niñez de piernas eclécticas, de los compañeros dislocados y de las habilidades para fugarse cuando más lo necesitamos. No se supo de dónde vino como un puñado de huesos atados a los ojos, ni con quién, ni su oficio. Llegó, solo, flotando hasta la orilla de unos de esos pueblos que se fundan, amadrinan y desmantelan con la misma premura y con la misma miseria; casa de bahareque y de techos de palma como si fueran triángulos isósceles inconsistentes, amontonadas en filas y con suma cautela, expectantes moles de barro y de caña amarga, una detrás de otra como peldaño subiendo hasta los árboles. Y en el centro y al frente de ellas, un rastrojo con arenas del río que sirve de plaza, de revolcadero de mulas y vacas, de retozo de los niños y de rezos de las astutas ánimas que siempre carga el hombre para protegerse de la desconyuntada mano de la noche y de la hostilidad de la vida.
Intimidad de los pueblos al caer en los ríos y después secarse a la orilla más abajo en cualquier playón, en cualquier barranco, ir contando la misma historia y con los mismos fantasmas, inventando algunos más petulantes que otros, elípticos, histéricos pueblos que no cargan muerto ajeno; cargan el suyo atado a sus ancestros.
Lo sacaron del recodo del río como a una guabina, boca abajo y rodeado de ramas de brezo, de musgo azul. Llegó como un barco sin metas y sin rumbo. Aferraba en una de sus manos una figura de madera de cedro todavía oloroso; era una paquefia, canoa labrada con una perfección fenicia. En el bolsillo derecho una flor de loto, una cajita de incienso y un pedazo de estaño pulido. La piel de aquel hombre era de una bella tonalidad azul como embadurnado de añil y el cuerpo alimentado con valvas del Líbano, corno con dos almas; una de frutas silvestres de victoc y la otra espiritual ave del medioevo. Este cuerpo andaba tras la búsqueda del sol, jalonando al río con el corazón hacía el Este.
Lo arrastraron hasta el rastrojo dejando el surco de sus talones en el barro. Al verlo tirado en la arena, la gente se metió en las casas y cerró las puertas y las ventanas y colgaron a los santos de los travesaños de los techos por si el viento quiere volcarlos, arrancarlos de las paredes. El cuerpo estuvo tirado entre las casas durante tres días y el sol lo secaba y la luna lo humedecía, el color azul se hizo intenso sin desprender hedor a carne podrida y manó en un espacio de geometría mística los tres días que estuvo el cuerpo tirado en cruz; como un hebreo al sol presumiendo de la tierra.
La primera noche llegaron hombres de pantalones blancos y torso desnudo, tomaron el cuerpo y lo devolvieron al río y se sentaron en cuclillas a rezar y a murmurar sonidos uralalotaicos y a danzar; parecían abubillas mágicas. Casi al amanecer lo traían del río corvados unos por el peso del muerto; erguidos los otros como la sombra que los envolvía.
Lo dejaban en la misma forma en que lo sacaban a hurtadillas. Y así, cada noche los hombres de blancos elevaban corvados y erguidos al hombre de azul a través de la bruma hacia el cauce del río agitado en la sombra, se tragaban el viento con estruendo y la lluvia se abrazaba al pantano permaneciendo en ella inflado y estrujado por la luna. Dos hombres del caserío acercaron una carreta y un par de mulas enjalmadas y subieron al hombre de azul como un saco y se perdieron entre los arbustos exclamando a gritos, ¡inútil la vida si no sabemos para qué sirven los muertos, los santos, el río teñido de azules, el rezo que aguza al miedo¡ Se disiparon con sus gritos, afilaron un poco más el miedo, levantaron las espaldas, se perdieron en la oscurana y reventaron en carcajadas. El seguía tirado y amontonado sobre la carreta; regresaba del río de un azul más intenso, desguarnecido en medio del rastrojo y las puertas y las ventanas y los ojos y los cuerpos permanecían en la hendidura de las casas estacadas en laberintos mágicos. Al amanecer del cuarto día, se abrieron las puertas y salieron los hombres y las mujeres; éstas con los niños colgados de las caderas. Caminaban como monjas de una abadía imaginaria, en fila etrusca y maldiciendo la mala suerte de haber encontrado en el recodo del río al hombre hinchado de azules.
- Hay que llevarlo a Obispo, donde hay iglesia y cura, pa’quitale ese color de diablo, dijo uno de los más decididos a desprenderse del muerto. Las ganas le pueden al miedo.
Tres hombres tomaron a las mulas de los belfos y movieron la carreta hacia el camino; adelante las mulas bordoneando el barro, encima de la carreta el muerto y detrás, pegados a las huellas de las ruedas, uno a uno, y uno más y otro; hombres mujeres y niños buscando el camino y alguno que otro perro en una procesión lenta, silenciosa con la mirada en el barro y maldiciendo. Andando en el camino repetían al unísono ¡Dios no es Todopoderoso, sino padre en busca de encontrar a sus hijos! Amaneciendo, achicando el agua de la ropa, llegaron a Obispo para desprenderse del cuerpo y del hocico insolente del miedo que los hacía maldecir y adorar.
Las voces se movieron al compás de los pasos cansados y el sudor bajaba por los cuerpos hasta llegar a las entrepiernas como húmedos dedos, como peces. Tiraron al hombre de azul en el arenal de la calle junto al primer escalón de la iglesia y lo arrastraron hasta pegar sus espaldas a la hendidura de las dos hojas de la puerta en ese momento cerradas, dejando en la arena el hilo de los talones como fueran caracoles manchados de azules. Quedó recostado a la puerta como si dormitara. Uno los hombres más pequeños subió la pared de barro hasta un tragaluz por donde los gatos rociaban a los santos con olores de alas negras. Abrió la puerta y llevaron el cuerpo adentro. Cerraron, y se retiraron entre murmullos y rezos. Ese día escondieron el sol, lento, de nunca moverse en las nubes erguidas sobre las casas, el viento era un bocado del bosque, una rosa de arena y sudor cayendo al camino y haciéndose barro, el andar un tránsito solamente y una posibilidad de sacudirse los restos del río. La lluvia fue un pretexto para ligar los asuntos cotidianos y el presagio con espuelas de sombras que se le presenta a la vida desafortunada. La lluvia sólo es lluvia y el camino se mueve siempre igual. El bosque, los rezos, la humedad y los perros botaron espumas y entre los dientes se amontonó un jadeo solitario, las camisas se mojaron con olor a vinagre y los pantalones se colgaron de las caderas y de más arriba de las alpargatas; era monótono el tac – tac de los cascos de las mulas.
El cura nunca llegó, los vecinos se retiraron temprano, el ganado se echó a rumiar en silencio, el hombre de azul encerrado con los santos asexuados y las calles se mancharon en su arenal de azules, las paredes del bahareque reseco y cuarteado penetraron en la oscuridad de la tarde, el pulpero abrió las puertas de las calles cruzadas y se quedó bebiendo de una botella de ron, en el mostrador, con la valentía para seguir observando la iglesia.
Todos los sonidos de las sabanas cercanas y del pueblo se concentraron en la iglesia y, su figura, se la fue comiendo lentamente la tarde. La sombra se columpió por los techos de las casas en hileras, los portones saltaron y se desmenuzaron hacia la calle y el viento masticó en las ventanas y las velas desgarraron su luz amarillenta. Las aves se ciñeron solas en su torpor, a las ramas; parecía la última noche de unos dedos pasando un rosario, el temblor de los que fornican sacudiendo raudos entendimientos. El compás de las aguas en el río deja el alma en al mitad de los espejos.
Esa noche vieron pasar el hombre de azul de esquina a esquina, dando cascazos en las puertas, en las ventanas, y en las paredes; amadrinando y atando diapasones en los techos, al aguaitacaminos que tomó el rumbo del río con su alharaca. punteando el camino. Las noches se mancharon de azules, la mosquilla que pica dolió en los testículos y a las bestias se les hincharon las barrigas, la luna desmenuzó caracoles en las calles, las ánimas de los alrededores vadearon al río con un zumbido de abejas y alimentaron a los cotejos en las hendiduras de las paredes y en los travesaños donde a menudo esconden a los santos.
La lluvia parece quieta y se mueve como un péndulo y se adentra en la madrugada que se despide montada en sus alas negras, el amanecer parece un lagarto de lomo emperchado, emergiendo al término del viaje descabellado y las rodillas se adhieren a las sombras como manivelas.
Al día siguiente como cuando muere el hambre; Obispo se fue poblando de ruidos. Las videjas armaron su encanto en los fogones jugando a ser nubes, y en los cuartos las oraciones se apagaron con las velas de las ánimas antiguas. La medianoche había estampado un beso azul en las esquinas, en las ventanas con sus gargantas sin rencores y las puertas se apretaron al umbral, quietas; en el chiribital los árboles amanecieron con sus colgajos de ramas abrumadas por farras de arrendajos.
Cuando se abrieron las puertas de la iglesia, ninguna señal del muerto, sólo manchas azules como brochazos, en cuanta superficie descubrieron los curiosos. El cuerpo jamás apareció y en el río se oyen gritos de barqueros aligerando supuestas embarcaciones, voces que producen frío en los huesos; el ruido de las trullas tensa las gargantas. Cuando el silencio se hace en Obispo el miedo cenizo y las noches son azules.
Yo, no he visto al hombre de azul; no es necesario. Sé que está ahí como el azul de los Maya, como mis parientes muertos, como los vagos que envuelven su humor en el trueque de la realidad por lo mágico de la imaginación. Con las ancianas desleídas, meciendo sus huesos con los escarabajos acosados por cometas, con los mamelucos de ojos almendras, con los muertos secos, resentidos y lacerados que se cuelgan de la luz, con las piernas que iban detrás de la carreta empujada por la lluvia, con las noches de la muchacha que se agita en su virginidad, con la oración del peregrino, con la humedad de la ira. Las casas siguen manchadas de azules y los talones permanecen en el arenal; los incrédulos dicen que son rastros de guaruras y que no consiguieron el cuerpo porque no estaba muerto, que se perdió en la montaña y la asoliá le secó los sesos.
Mi abuelo le contó a mi padre que este ahogado del Masparro era un fenicio que llegó a América a finales del siglo XIX, detrás de un sueño. Quería ver más clara que en su tierra a la estrella Polar, pensó que había encontrado a la nueva Fenicia subiendo por el Apure; en esas aguas vivían los atlantes que una vez salieron de Baalbek y llegaron hasta Cádiz antes que los celtas. Se embarcaron sin rumbo hasta naufragar en el Delta del Orinoco; los ahogados son celtas y se difunden por todas partes, por el Amazonas. Algunos en la tierra se diseminaron con los orgasmos de las mujeres; en cualquier esquina de cualquier noche azul, detrás de un mostrador troqueando ilusiones y escondiendo sus duendes.

VOCABULARIO DE MISTERIOS Y FANTASMAS
Ánimas: Pobladores del más allá que invocan los llaneros en procura de bienestar. Práctica de la etnia indígena pumé (Montiel Acosta, 1995). Los favores que provee el ánima deben pagarse con el cumplimiento cabal de lo que se haya ofrecido a cambio; dado que el llanero es hombre que muere por su palabra, no es de extrañar que cualquier desobediencia con dichos espíritus se pague con la vida.
Aparatos: Fantasmas y Misterios que siendo “nacionales” tienen diversas versiones según cada comunidad o región del país, como las interpretaciones de las leyendas de Juan Machete, El burro del buracal, Federico y Mandinga y la Historia de la Sayona ( José Alí Nieves y José Jiménez “el Pollo de Orichuna”); La Silbona (Carrao de Palmarito); El espanto del Troncón (Francisco Montoya); El Hachador perdido y El Muerto de Las Tres Matas (Hipólito Arrieta); La Muerta de Las Galeras del Pao (Dámaso Figueredo y Winston Leal); La majada del diablo (Juan Farfán); El auténtico llanero (Nelson Morales); El Misterioso (Dionisio Garrido) y El Canoero del Caipe (Guillermo Jiménez Leal) entre muchos casos.
Aparecidos: En el año 896 el papa Bonifacio VI, ordena que se “exorcicen y eliminen las apariciones malignas del camino”, flagelo para quienes peregrinaban hacia Santiago de Compostela, pero el anti – papa Bonifacio VII en mayo (mes de los espantos y aparecidos) de 978, les elimina su carácter de “malditos” y los salva al declararlos “almas en pena”, a quienes se les puede rezar y hasta pedir favores. Los llaneros, pese a tener tanto espacio disponible, entierran o dejan recordatorios de sus muertos en los caminos, facilitando la residencia de los aparecidos, esta práctica se hizo nacional, e incluso internacional con las marchas de los llaneros durante la Guerra de Independencia, las otras guerras civiles y los legendarios arreos de ganado. Estas marcas y aparecidos del camino sirven de compañía y hasta de prueba de fe.
Bola de fuego: Fenómeno luminoso y sonoro que recorre la llanura; Apodo e identidad llanera del Tirano Aguirre, quien ciego por la codicia del oro y de su obsesión por su hija Elvira -a la cual cubría con una saya y que asesinará convirtiéndola en sayona- incendia y saquea Margarita y Valencia (véase “El romance del Tirano Aguirre” de 1561, atribuido a Gonzalo de Zúñiga) siendo terrible su destino, Pilar Almoina de Carrera (2000) recopila esta copla; “En castigo de sus culpas / anda por esas sabanas / con las costillas ardiendo / y doblando una campana”, pero igualmente nos ofrece esta alternativa “Que salga un hombre valiente / esta noche a la sabana / que le hable a la bola e´fuego / y será rico mañana”.
Carrao: Ave temida por los llaneros dada su desagradable apariencia, canto penetrante y por aparecerse súbitamente como acostumbra el demonio. Apodo de Juan de los Santos Contreras, “el Carrao de Palmarito”, leyenda del canto criollo por interpretar al diablo enfrentándose a José Romero Bello (Florentino) en el célebre contrapunteo de Arvelo Torrealba, ambos también interpretan la leyenda de Paulino el Turupial y Custodio Quendo, dos míticos copleros que luego de varios días contrapunteando se pierden en “la llanura en una noche de enero”.
Celaje: Combinación arbitraria de “celeridad” e “imagen”. Señal. Presagio, manifestado en sombras o en una luz. Dada su velocidad casi imperceptible se dificulta su interpretación. Puede significar el fin de un agobio o un desenlace fatal. Si el celaje pasa con un ruido igualmente seco y veloz el asunto es de gravedad. Los animeros dicen que si el celaje, además de ruido viene con una brisa brisita fría es que a uno lo agarrar la pelona; viene segura la muerte.
Centauro: Bestia temible de la mitología; griega mitad caballo y mitad humana, matador de hombres con la cual se asocia al llanero desde sus hazañas bélicas en la Independencia y sucesivas guerras civiles en Venezuela. Apodo del general José Antonio Páez. Su símbolo de vigor e invencibilidad, no oculta, que algunos individuos como “El salvaje de la Sierra” de El Pao, Cojedes (según el corrío de Dámaso Figueredo) tengan engendros con tigres, venados, báquiros, rabipelados y otros seres de la fauna llanera.
Chipola: Ritmo del joropo, que junto al pajarillo, integra la estructura musical de Florentino y el Diablo, el mayor de los contrapunteos llaneros. Según la leyenda es también el ambiente musical que siempre acompañará al coplero que actúa en nombre del demonio, generalmente encarnado en un indio, el cual una vez al año retará a un cantador llanero, si logra vencerlo, se lo llevará a su amo y regresará a retar nuevamente, si pierde otro enviado tomará su lugar y el derrotado quedará eternamente en lo más oscuro del infierno.
Contras: Apure; Como toda palabra es bendita, el llanero toma aguardiente claro y carga su cajeta de chimó para invocar la pureza. Barinas; Es buena contra tener la soga de un ahorcado, pero de mal efecto andar con quienes buscan esta prenda sin conseguirla, de ese afán nada bueno se sacará. Cojedes; Las velas buenas para espantar al maligno son las que se le prenden a los muertos confesados, las usadas para pedir por las almas en pena pueden procurar que a usted se lo lleven. Guárico; Nunca se le ocurra encender una vela antes de proferir un conjuro, ni después de culminar un ensalme, es exactamente a la inversa. Portuguesa; No dispare a los espantos, ni toque casquillos disparados por otros, a menos que sean de balas certeras. El Arcángel sólo presta “el escudo, su rejón y su puñal”.
Cuento tradicional: Según el modelo de Jiménez Turco (2003; 65) este concepto se aplica a los textos donde se cumplen las siguientes condiciones; a) “Que sus fuentes sean orales, aunque estuvieran recopiladas y fijadas por escrito”. B) “Que se tratara de narraciones estructuralmente sólidas, independientemente de su extensión”. C) “Que dichas narraciones tomaran como referentes temas y personajes tradicionales, o que ambos fueran de particular interés en el contexto contemporáneo de difusión”.
Diablocracia: Tener familiaridad con el diablo (acuñado por José Vicente Abreu, 1990): como por ejemplo Doña Bárbara, una de las primeras mujeres de la literatura castellana e incluso mundial, que pacta con el Diablo (El Socio), acción siempre masculina. En “Cantaclaro” el papel del “Diablo de Cunaviche” le toca a otro rico hacendado, quien como Doña Bárbara le gustaba vestirse de negro y ajusticiar indios; Juan Crisóstomo Payara, el cual igualmente celaba en extremo a su hija (punto débil de los demonios nacionales) de Florentino. En la versión teatral de Arvelo Torrealba, este “suegro” pacta con el Diablo para que derrote a Florentino y lo aleje de su hija.
Duende: Espíritu habitante o “dueño de una casa”. Contracción de “due/ño de una casa”, forma apocopada de dueño. Se manifiesta mediante la CHANZA: Burla, embuste, deriva en chancear y en chanzoneta, es decir, canción o canto de engaños típico de los encantamientos. El duende criollo; “Conquista o arrebata a los niños, a las mujeres jóvenes o aún las mayores...enseñan a la gente la forma de aniquilar...Pensamos entonces que tales procedimientos podría alejarlos de la condición angélica que se les atribuye” (Álvarez, 1999).
El diablo embotellado: Relato de Jesús Guevara, registrado en Macapo, Cojedes en 1975 e incluido por Yolanda Salas de Lecuna en “El cuento folklórico en Venezuela” (1985); el diablo es engatusado y metido en una botella por maña del su pretendida y de la suegra, un arriero borracho lo libera pero para aprovecharse de él y luego abandona. Por contraste, El diablo suelto es una composición musical del zuliano Heraclio Fernández difundida desde 1878 e interpretada por diversas orquestas venezolana como animación y pieza de baile.
El Silbón: Espanto gigantesco que recorre las llanuras en la forma de un gigante delgado y hábil para darle fuertes palizas a los imprudentes con sus propios huesos, que los castigados confunden con una vera, para de esa forma, pagar el crimen de haber devorado a sus padres, cuyos huesos porta en una marusa. Apodo dado a Joaquín Flores, nativo de Barinas, pero fantasmalizado en Portuguesa se proyecta a toda Venezuela gracias a la leyenda que recopila Dámaso Delgado en 1967, sobre la versión teatral de 1966. Desde 1974 se celebra el Festival Internacional de Música Llanera El Silbón. (Véase Silbones)
Entierro: Botija repleta de plata en morocotas y joyas enterrada en sabana abierta o en una casa, a quien este le toque se le aparece una luz azul señalándole la ubicación del botín. En ocasiones un muerto indica el lugar del entierro, pero hay que ofrecerle rezos; si el convenio es con Satanás, hay que empeñar el alma o los hijos que se tengan. Véase en la discografía llanera La historia de la Rubiera de Ángel Ávila y La suerte cambió su rumbo de Víctor Veliz. A su vez, Hipólito Arireta en El Muerto de Las Tres Matas, relata “el chasco que le pasó al negro Zenón Rapia” quien engañado por un vivo y un indio (de seguro el diablo) vestido de cura pierde todo lo que invirtió en sacar un entierro.
Espanto: De espantar. Derivación latina de expavere (temor) y de pavere (pavor). De Pavor provienen: pávido (miedoso); impávido (sin miedo a nada); pava (mal asunto); pavoso (de mal presagio); payar (cantar con valentía) y payador ( cantador valiente) como lo fue Santos Vega, gaucho argentino quien en el siglo XIX contrapuntea y es derrotado por el Diablo encarnado en el payador Juan Sin Ropa. El Diablo vence a Vega, pero el llanero venezolano: Florentino Coronado, sí logra doblegarlo.
Florentino: Cantador llanero que vence al diablo invocando a sus espíritus protectores tras contrapuntear con éste una noche entera. Papel principal en la novela Cantaclaro de Rómulo Gallegos (1932) y en la Cantata Criolla de Antonio Estévez (1954). Denominación patronímica del Festival “El Florentino de Oro”. Personaje recreado por Alberto Arvelo Torrealba en las versiones de 1940, 1950 y 1957 sobre esta leyenda, basadas en su obra teatral de 1936 y en los textos de José Eustaquio Machado (1924) y de Miguel Mirabal Ponce (1925). Con mucha anterioridad Antonio José Torealba legó esta copla: “yo canté con el demonio / en las Galeras del Pao / y le dije en una copla/ con versos bien afilaos:/ es maldá que usted me tenga / en su libreta apuntao / ya me lo gané cantando / en San José de Tiznao”.
Fantasma: Derivación latina de “aparición, espectáculo, imagen”, generando “yo aparezco” y los términos; Fantasía, fantástico, espectro y la técnica francesa de la fantasmagoría (1801); “exhibición de ilusiones ópticas por medio de una linterna”, artilugio que permitió a los hermanos Lumiere crear el cinematógrafo en 1898. El fantasma está hecho de ETER: (Materia de los sueños) del griego aither (cielo) y aitho (yo quemo), emparentado con etéreo, eternidad y eterno. En el llano se le respeta porque él es una proyección de nuestro destino.
Guardahumo: Apodo asumido por el bandido guariqueño y descendiente de los indios guamos de Cojedes Juan Nicolás Ochoa, nacido en 1767 y fusilado, según documentos, en seis ocasiones entre 1802 y 1860. Fundador del temido hato La Rubiera, dominio de Satanás, “al frente de escuadrones infernales” (más información en los corríos; “La historia de la Rubiera” de Ángel Ávila y en “Leyendas guariqueñas” de Rogelio Ortiz). Es tal esa condición que la palabra “rubiera” simboliza “desbarajuste” y “desastre”, tragedia fuera de control.
Homonio: Mezcla de hombre y demonio (término de Humberto Cuenca, 1980): “Mientras la literatura española está densamente poblada de santos, ángeles, demonios y hombres, en nuestra historia sólo aparecen hombres y demonios, demonios y hombres”. También señala; “Nuestra historia está nutrida de piaches, brujos, y espantos, cosa distinta a los encantamientos españoles”. Como homonias tendremos a la SAYONA: Femenino de sayón, voz gótica que significa “ministro inferior de justicia”, ejecutor que portaba una saya (manto) Verdugo / Verduga recubierta bajo un manto. Su semejante la LLORONA se origina del latín plurare, el cual genera y afilia los términos; Lloro, imploración y deplorable (acción horrible, criminal, repudiable). La llorona, llora e implora; así seduce, luego asesina. En los ríos y lagunas aparece la DIENTONA que tiene fauces de caimán.
Imágenes: En Cojedes existe una serie de apariciones igualmente misteriosas, pero benéficas; la Virgen de las Mercedes en Mango Redondo; la Cruz Aparecida de Lomas del Viento; El Padre Eterno de El Cacao; La Virgen de la Totuma de Lagunita, Santa Rosalía en Valle del Río y la Virgen de El Topo. Figuras venerables a las que no se les puede molestar con malas palabras, pues se corre el riesgo de que desaparezcan.
Inicio de un cuento: De sabios contadores de cuentos se extraen fórmulas de inicio que evitan apariciones. Apure; Como por capricho de un santo, así pasaron las cosas. Barinas; Pido licencia a las ánimas para librar este relato. Cojedes; Voy a contar una historia, no es que voy a exagerar. Guárico; La verdad no tiene dueño y como cristiano les cuento. Portuguesa; Si la Virgen me ayuda y la memoria no falla. Nota; Debe desconfiarse del que narre estos cuentos sin aclararse “el pecho”; alguno de los que le escuchan pronto tendrá su ahogo.
Juan Parao; Prototipo del llanero misterioso, averiguao, andariego y faculto en mañas, generador de incertidumbres; el del “caballo herrao con el casquillo alrevés, pa que lo busquen pa un lao, cuando pal otro se fue”. Es la fuente originaria del coplero Florentino.
Kirpa: Ritmo de joropo, llamado antiguamente “el golpe que hace llorar”, en su actual configuración participan “leyendas” de la música llanera como Ignacio “el Indio” Figueredo, Ángel Custodio Loyola y Eneas Perdono. Toma su denominación de su mítico difusor en el siglo XIX; José Antonio Kirpa y del gran misterio, jamás resuelto, que rodea su muerte en una parranda llanera; “Yo no sé por qué en Guiripa, no quieren a los llaneros, por qué mataron a Kirpa y le hirieron al guitarrero”.
Las Galeras del Pao: Leyenda de Dámaso Figueredo y Winstón Leal donde se acotan: “al muerto de la Bajada de la Leona”, una extraña mujer trigueña “tongoneando las caderas”; “un niñito llorón que parece que no anduviera”, posterior “sale un gallo Canaguey, copetón como chenchena”, que se transformará en “un caballo frontino, castaño pecho de estrella” y luego en “un perrote pintao relancino centinela, en la Piedra Pichagua hay una mujer esnuita como pagando condena”, más adelante en la “Bajá de Tinaco sale una danta jobera y esa se le vuelve uno una osita palmera” y por último “un burro colorao con las cuatro patas negras, los ojos como un tizón y de venao la caramera”.
Llaneridad: Término derivado de “llanura” como pertenencia social y de “llanería”o norma de vida del “llanero”, a su vez generados en el término geográfico “llano”. Se entenderá como LLANERIDAD, todas las manifestaciones efectuadas en obediencia a las costumbres autóctonas de la cultura llanera independientemente del territorio donde se efectúen y de cualquier condicionante de moda.
Llanero: Según Víctor Manuel Ovalles (1906) “El llanero tiene costumbres propias, lo que es prueba inequívoca de que posee un alma vigorosa; y su lenguaje, es original, donairoso y muy abundante en frases que, oídas una vez, no es fácil confundir y mucho menos olvidar. Y así no es extraño que las producciones poéticas del llanero también tengan el sello particular de su origen”.
Llanura: Territorio espiritual del llanero, herencia de sus ancestros y cultura, supera al término llano, pues este sólo contempla el mero espacio geográfico de la tierra plana. El llanero es “hijo de la llanura”, no su dueño, a ella siempre la refiere con nostalgia; con la veneración que se tiene por un dios que puede ser bondadoso, pero, que al mismo tiempo es fuente de misterios y de designios indescifrables. La llanura está en el alma, en esa mirada que hacemos en las tardes hacia adentro, el llano en los mapas.
Los Fantasmas: Poemario de Andrés Bello de 1842, fundamento de la poética fantasmal venezolana, del cual citamos :“¿Fantasma acaso / la vista figura? / Como hinchadas olas / que en roca desnuda / se estrellan sonantes, / y luego reculan / con ronco murmullo / y otra vez insultan / al risco, lanzando / bramadora espuma / así van y vienen / y silban y zumban / y gritan que aturden / el cielo se nubla / el aire se llena / de sombras que asustan / el viento retiñe; / los montes retumban”.
Macabro: Designación medieval para “danza de la muerte” o “representación de los muertos danzantes”, que se origina en la tradición bíblica del sacrificio de los “Macabeos”, también asociado en el llano a “muertes en un baile” como la de la misteriosa muerte de José Antonio Kirpa, a “salidas de muertos antes de un baile” como EL SILBÓN de Dámaso Delgado y a los corríos sobre “bailar con muertas” (véase LA MUERTA DE LA CHEPERA y en la discografía llanera temas al respecto de Ruperto Cordoba Colina, Santiago Rojas, Edgar Silva y Domingo García entre otros). Recuerde que “zamuro come bailando por si el muerto se despierta”.
Metaliteralidad (o de la literatura del más allá): Para evitar la pava y la repetición que atrae malas presencias (por ejemplo el tedio que todo lo aniquila), el cuento debe ser variado. Los sabios recomiendan estas estructuras ficcionales: a) El protagonista, bien un solo personaje, una familia o una comunidad enfrenta a una aparición o misterio y cae derrotado; es la víctima. b) El protagonista, invocando un conjuro, afronta y vence a la aparición o misterio; es el héroe. c) El protagonista se convierte en fantasma; esta es la más tenebrosa, pues en acto mimético el hombre pasa a un estado espectral irreversible, no cmo en los cuentos de hadas. A veces el espanto es el protagonista o la víctima (véase El Diablo embotellado) o el héroe como en el corrío Yo soy el hijo del diablo de Jesús Moreno. Quien narra puede o no aparecer en la narración. Los finales felices son de mal agüero, por ser un embuste sobre otro embuste. Al tomar el cuento de otro autor, cuídese de quien sea éste; quizá le pertenezca a un espanto o un ser maléfico de verdad.
Misterio: del griego misteryon “secreto, misterio religioso”. Derivando en místico y “mistificar” que implica “embaucar”; montar con palabras una trampa, en la que cae un personaje o la que el narrador le monta a los receptores de su discurso. Un ejemplo sería la colonización española de Venezuela basada en la idea de salvar las almas perdidas de los indígenas, a este embauque, nuestros aborígenes respondieron con el misterioso relato de “El Dorado” verdadero “clásico” del engaño americano. El engaño es un cultismo derivado de ENIGMA; del latín aenigma “frase oscura” relacionada con el término ainos “fábula, moraleja”.
Pavita: Ave llanera que simboliza pava o mal augurio, igual ocurre con los zamuros, la guacoba o guacaba. A otras se les teme por la alusión de su nombre, como la soy-sola y el cristo-fue. A los carraos o chenchenas, aguaitacaminos y murciélagos por cantar de noche como el mochuelo, creando mucho mal pálpito y a los gavilanes por su apetito asesino. Las llaneras desconfían del alcaraván por develar el misterio de sus travesuras amorosas. Para conjurar estos temores los llaneros imitan los cantos de las aves y hasta los usan como apodos en su membresía artística.
Relato: Definición que comprende “La trasformación de la historia en discurso mediante el arte de narrar” (Platas: 2000; 700) para este caso por vía escrita. Cuenca (1980; 133) nos aclara que “a pesar de que el relato es y aspira ser histórico –fiel y cierto- tiene un grato sabor de fábula y conseja, de mito y tradición”.
Silbones: Antigua designación que se aplicaba a los copleros llaneros quienes, según Humberto Cuenca (1980) se invitaban para contrapuntear profiriendo largos silbidos, generalmente en imitación de ciertas aves llaneras que infundaran miedo y terror. Por extensión todo llanero es ancestralmente un silbón. (Véase El Silbón)
Siniestro: Acción que acometen los que se ubican al lado contrario de la diestra divina, “los otros”; los seres de la “otredad” cuyos pensamientos están en el terreno de lo inexplorado, de lo que no puede conocerse a ciencia cierta y que apenas se sugiere mediante la palabra de quien relata y la imaginación de quien las recibe.
Trancas: Nombrar más de cuatro veces a un espanto en el mismo cuento. Omitir los consejos de quien sufrió verdaderas apariciones. Describir maneras de buscar entierros; pues a cada tesoro le toca una protección especial. Confundir a un espanto con un ánima protectora. Explicar los poderes de lo desconocido. Relatar fuera del cuento sus andanzas con personas asociadas al maligno. Nota: Nunca, nunca se nombre como luchador contra los demonios, usted no es San Miguel ni su enviado Florentino, recuerde lo que pasó a Don Quijote, que de tanto combatir a los fantasmas terminó siendo uno de ellos.
Tremedal: Del latín tremere; temblar. En el llano lugar espectral, oscuro e inestable, suerte de infierno fangoso en este mundo. Para el citadino representa lo desconocido y lo misterioso de la llanura; para el llanero es la intrincada y salvaje selva de la ciudad.
Velorio. Un velorio es un ritual, es un encuentro con el cuerpo vacío de alguien que apenas hace ratito estaba entre los vivos. A los velorios se llega en silencio, pues en la urna un rostro callado espera por nosotros. Dice Julio Cortázar que vamos a los velorios porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. En los velorios se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café. En los velorios de la llanura se toma café, se aviva el chocolate, se apura cualquier cigarrillo y se degusta el queso blanco. Hay momentos en que la urna se queda sola, todos están echando cuentos en el patio. También es propicia la ocasión para la alabanza del difunto. Se oyen expresiones como: quedó igualito, ese sí era un hombre bueno, mujer como esa no se merecía tanta desgracia. Se sabe que en el pueblo hay un velorio porque la gente comenta en la calle: Pedro María templó el cacho, cogió la pica, patió el arpa, se le acabó la bulla, dejó el pelero. En mayo se celebra el velorio de la Cruz de Mayo y consta de bailes, cantos y una cruz adornada con flores, palmas y un fervor que parte el alma de cada llanero.
Zoquete: Lector que no cree en espantos, pero, que lee consuetudinariamente relatos sobre el tema. Persona que se mofa de los fantasmas sin medir el peligro que este acto impuro encarna. Lector que ha concluido la lectura de este libro creyendo que lo termina de leer es cierto. Incauto que ha creído ver imágenes o figuras en la carátula de esta publicación.


FUENTES CONSULTADAS
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1 comentario:

felix dijo...

Muy bueno el contenido de esta página, es importante señalar el contacto que sentimos con nuestro llano con sus leyendas, sus cuentos y costumbres además de conocer a esos hombres que desde sus plumas y letras han recopilado la excelsa literatura costumbrista del venezolano. Recomendación: poner cada tema en una entrada individual, eso hará que blogger genere un índice que permitirá consultar los contenidos de manera más amena.
Saludos desde las Tierras andinas del Sur del Lago de Maracaibo. El Vigía Edo. Mérida