viernes, 27 de junio de 2014

EL CUMPLEAÑOS (Cuento de Job Jurado)

Comenzaba la fiesta con moderada alegría.


Había imaginado  grandiosas situaciones para la fecha.

PAPÁ había salido, como de costumbre, a practicar con sus amigos, y ese día más entusiasmado que otros, pues estrenaba pistola, marca no sé qué, traída de no sé dónde, pero sobre todo costosa. Mamá en casa se ocupaba de todo cuanto le corresponde a una mujer cuyo único oficio es quedarse en casa durante todo el día, todos los días del año. Mamá tenía la profesión peor remunerada del mundo: “del hogar”. 
Los mimos, los abrazos y la ternura eran los platos del día, sin embargo hay cosas que no recuerdo claramente, y cómo voy a recordar, si escasamente había cumplido los cinco años. Fue un dos de agosto del año 1970, cuando siendo como las diez de la mañana, todo se encontraba en perfecto orden. Mamá, dejaba que durmiese hasta la hora que me diera la gana, no para permitirme descansar, sino para permitirse descansar ella. Era un niño muy travieso, lo confieso. No obstante hoy lo recuerdo casi todo. Hoy cruza por mi mente como una cinta cinematográfica las imágenes de aquel día. Mi madre me había despertado sin esperar que yo lo hiciera por mi propia cuenta. Nunca la había visto tan contenta. Me elevó en sus brazos, luego me dio un fuerte apretón que casi me asfixia, besó mi mejilla y con su voz dulce me dijo “¡Feliz cumpleaños!”
No tenía suficiente edad para entender ciertas cosas, pero sí para asociar que la última vez que había escuchado esa expresión era simplemente sinónimo de felicidad, de fiesta... y la posibilidad de romper un muñeco enorme de cartón repleto de juguetes, chucherías y papelillos. En fin, hacer todas las travesuras que me diera la real gana, comer torta, dulces y tomar todos los refrescos que quisiese hasta reventar de una indigestión.
—En el patio está Mickey— dijo mi madre.
Sentí el corazón fuera de mi pecho y corrí detrás de él, coreando ¡vivas! y ¡hurras! hasta el fondo de mi casa, es decir, donde quedaba el patio. Llegué en un final de fotografía, creo que le había ganado a mi corazón por nariz. Finalmente la imagen del enorme Mickey Mouse de cartón colgado de una soga en la rama de un árbol de almendrón, grande y frondoso.
Mi segunda piñata, no lo podía creer. Las sillas decoradas al igual que las mesas, los confites, la torta, todo, todo era Disney, todo era Mickey con su novia Minie. Todo fue luz en un instante. Grité, grité muy fuerte, con todas mis fuerzas, ¡te quiero mami!, los quiero a todos. Bajé de los brazos de mi madre para tomar unas galletas de la mesa, pero ella me lo impidió, dijo que me lavara primero para tomar desayuno. Le dije que sólo la cara y los dientes, que me bañaría en la tarde para cuando llegasen mis compañeros. Para que me vieran bien arregladito, con mi pantalón corto, la camisa nueva que papá me había regalado y con los zapatos deportivos, que más me gustaban porque “corrían duro”.
Pasaban las horas y procuraba no hacer travesuras, mamá en la cocina aún preparaba algunas cosas para la fiesta. A cada momento recuerdo no haber hecho otra cosa que preguntar a mi madre ¿a qué hora comenzaremos? a lo que ella me respondía que pronto, pronto vas a ver. De tanto insistir me dijo que a las cuatro, pero que debía bañarme a las tres, y me indicó en un viejo reloj, que estaba colgado en la pared del comedor, la posición exacta que debían tener la aguja grande y la pequeña. Me senté en una butaca, creo que desde las doce del día, en espera de ver el ángulo de noventa grados que indicaría la hora de ducharme. La fiesta comenzará a las cuatro de la tarde, pero papá regresaría a las tres y media, para esa hora tendría yo que estar arreglado y mi madre también.
Eso me lo había explicado claramente mamá. Lo que no me explicó es por qué después que salí bien arregladito de mi cuarto estaba ella en un mar de lágrimas y la casa estaba repleta de invitados extraños que trataban de consolarla.
No había niños —qué raro— pensé.
Caminé en dirección directa a donde estaba sentada mi madre, estaba inconsolable en una de las sillas del comedor, la gente se apartaba ante mi desplazamiento hacia ella. Me sentí feliz, me creí un rey de esos de los cuentos de hadas en los que sus súbditos les brindan pleitesía. Los observaba a la vez. Aquello ya no me gustaba.
A escasos metros de mi madre sentía que su llanto era más pronunciado y sostenido, acaricié su melena lisa y hermosa, le fui a abrazar, pero cayó desmayada.
No hubo piñatas, ni tortas, ni helados... en fin, no hubo nada.
Pasó la tarde, llegó la noche y con ella un ataúd que ingresó a mi casa. A los costados pusieron unos candelabros y en ellos sendas velas que dos señores desconocidos para mí, lo mismo que la mayoría de las personas que habían entrado a robar mi piñata y a comer mi torta habían encendido.
Salí furioso de mi cuarto, en el que me habían encerrado toda la tarde mientras fingía que dormía. Me acerqué al ataúd y comencé a susurrar de forma lenta, la melodía conocida: ¡feliz cumpleaños...!, y el cortejo vestido de negro y morado me acompañó. ¡... feliz cumpleaños yo... on...!

No hubo aplausos, ni risas, ni ovaciones, ni abrazos, ni nada. Sólo múltiples miradas de dolor por todos lados, me acerqué a los extremos del ataúd y una por una fui apagando las velas grandes y blancas.

Nota: JOB JURADO GUEVARA, es un escritor venezolano nacido en Yaracuy (1972) y residenciado en Portuguesa. Editor- fundador de Urua Editorial. Tallerista, fotógrafo, poeta, narrador, animador cultural  y dramaturgo con obra premiada. Cursa estudios de Castellano y Literatura en la UNELLEZ-Guanare. Esta pieza es parte de su obra Sombras de Amor y de dolor, publicada por la  Fundación Editorial el perro y la rana Sistema Nacional de Imprentas; Red Nacional de Escritores de Venezuela. Guanare, estado Portuguesa, Venezuela. 

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