martes, 24 de abril de 2018

El Muerto de La Ceiba y otros Cuentos de Lagunitas. Duglas Moreno



La hacienda de Los Moreno abarcaba más de cien leguas 
y todo tenía su marca.



LA CULEBRA DE COROCITO. EL FUNDO DE DON ULTERIO BERTAR

Esta historia de Choco,  me la refirió, José Soteldo, 
Pichito el muchacho.

Uno de los fundos de Don  Ulterio Bertar quedaba metío por los laos de Santoyero. Cuando se pasaba el pueblo de Lagunitas, venía La Batea, Las Guardias y después, cerca del río Corocito,  aparecía la tierra de los bertares. Don Ulterio, no  es por nada, era el más apretao de esos bellacos. Trabajar con él, era como ser un esclavo. Siempre había algo que hacer. Costaba echar un cuentico después de la comida. Sin embargo, uno se iba acostumbrando  a esos maltratos. Las faenas, a que Don Ulterio,  eran largas. Yo siempre he pensao que el que tiene plata como que le dan más ganas de regañá a la gente.  Siempre recuerdo que ñerito Román nos decía: los reales dan para todo, hasta pa gritá más que los demás. El que no tiene plata, se conoce a legua, pues anda callaíto.
Un día terminamos temprano la jerradera y de capá unos cuantos bichos. Don Ulterio, se acercó a los corrales y nos llamó a todos y nos dijo: Mañana llegan más temprano. Creo que vamos a terminar tarde, nos quedan los toros que vienen de El Barbasco y  de Piedras Negras y esos animales se ven mañosos y creo que va a costar mucho ponerles el jierro. No se dejen agarrar con el sol. Todos nos fuimos. La mayoría de los peones vivían en la finca y yo en Lagunitas. Agarré la bestia y me vine pa la casa. 
Ese otro día arranqué temprano. Cuando pasé por Santoyero ni los gallos habían cantao. Pensé: a lo mejor llego y los muchachos están toavía acurrucaos en sus chinchorros. Cuando me faltaba poquito pa encontrame con el río, siento que las ramas y bejucos del camino se venían como apartando.  Como acostándose en el suelo.  El caballo se paró bruscamente y relinchó como loco y quería como regresarse patrás. Le metí unos talonazos duro…y qué va. Era que a  unos cuantos metros  de nosotros, iba atravesando el camino una tremenda culebra de agua. Primero pasó la cabeza, grande la muérgana, y después dijo a pasar el cuerpo. Yo creo que eran cerquitica de las seis de la mañana. Le metí los frenos al caballo y digo a esperar a que pasara la culebra.  Bueno chico, salió el sol y yo ahí. Sin mentira ninguna, todavía estaba pasando la culebra. Como a las 10 seguía esperando todavía. Y la culebra pasando.  Cerca de las 12, dije, pero bueno y qué es esto. Me paré en la silla del caballo y miré río abajo, hacia donde se pierde Corocito y le vi la cabeza a la culebra, allá a los lejos, tumbando los barotales. Chico, y miro hacia los lados de Mata de Agua, donde venía el rabo de la culebra, y todavía se veían los montes cayendo pa bajo. Era como si viniera un ventarrón tumbándolo todo. Me cansé  de esperar y me regresé pal rancho.
En la tardecita llegó el viejo Bertar  a la casa y que reclamándome la flojera. Flojo no, le respondí. Mire una culebra de agua, comenzó a cruzar el camino como a las 5 de la mañana y eran las tres de la tarde y todavía seguía  pasando; entonces yo me vine. Le salió una sonrisa del rostro y se quitó el sombrero. Sé que no me creyó y le dije vamos allá,  pa que vea el pelao que dejó ese animal. Cuando llegamos al sitio, a Don Ulterio se le salieron los ojos. Por primera vez, carajo, vi que el patrón  pegaba unas oraciones a los santos del cielo. Alabado sea Dios, dijo y se hizo la señal de la santa cruz. Es que no era para menos; había un tallao en la tierra como de unos  100 metros de ancho y 50 de profundidad. Menos mal que la culebra había dejao, en las ramas de los árboles, unos pedazos de la concha del espinzazo; porque si no el viejo Ulterio, no me hubiese creído y  a lo mejor, hasta me bota del trabajo. Recuerdo que Don Ulterio me dijo: Vámonos de aquí. Y nos fuimos. La culebra siguió pasando. Yo más nunca he ido pa esa finca. Pero me dicen los compadres míos que todavía esa culebra y que está pasando.  


Imagen en el archivo de Nayendi Marbet Vegas Contreras

HAMBRE Y HAZAÑAS. LA AVIONETA DEL CAPITÁN VERGARA
Reescribiendo a Sinforoso  Rivero
Para Lucas Rivero

¡Carajo mire! cuando el hambre ataca a una persona,  de ésta se puede esperar cualquier cosa. Un hombre con ganas de comé, puede recorré miles de leguas de camino, rejendé monte, cruzá ríos y montañas y hasta arriesgá la propia vida.  Esto último lo digo por mí. Un día yo cometí una loquetera que a veces cuando me pongo a recordarla entiendo por qué la gente dice: el hambre tiene cara de perro. Resulta que yo me fui pa las montañas de Arrecifral  de ayudante de fumigaciones. Yo lo que hacía era montá las pailas de veneno en la avioneta, bueno y después tenía que bajarlas cuando quedaban vacías. La avioneta tenía un rinconcito cerca del asiento del piloto y yo me quedaba quietico allí, mientras se hacían las fumigaciones. Yo veía todo lo que hacía el capitán Angelino Vergara. La llave pa prendé se pasaba tres veces, pero hacia atrás. La palanca azul hacía mover las hélices a más velocidad. Un botón rojo se apretaba y comenzaba a rodar. Una palanca negra se tiraba palante y comenzaba ese aparato a subí. Esa misma palanca servía pa agarrá pa la derecha o pa la izquierda. Cuando se iba a atarrizá el capitán Angelino, tomaba, con las dos manos, la palanca negra. Los frenos estaban abajo del asiento. Solo había que irlos pisando poco a poco. Yo me fui aprendiendo todo, pero callaíto. No era que pensaba en ser piloto, sino  que yo siempre he sido  bastante curioso. Todo me lo aprendí en un solo día. Y yo nunca fui a la escuela, apenas sé la o por lo redondo. 
El  capitán Angelino era de Altagracia de Orituco. Un día, mientras volábamos las parcelas del Canal Piloto, por allá por Los Naranjos, cerca de Turén Viejo,  le dije que: ¿dónde tenía la tripa del ombligo enterrá? Se lanzó una risotada y soltó: soy gracitano. Barajo el tiro,  no entiendo na, respondí yo. Ahí fue que me explicó: Mire Don Escolástico, nací en Altagracia de Orituco, estado Guárico, y a los que son de allá, le dicen gracitanos. Si eso es así, dije yo,  entonces  la gracia mía viene de Lagunitas. Me crié por los  lados del Barbasco.   
Una vez teníamos que fumigar como treinta parcelas. Eso era trabajo como pa un mes más o menos. Compramos bastimento pa todo ese tiempo, pero  al capitán Vergara se le antojó jacé una fiestica entre sus amigos. Puros pilotos de Caracas, Valencia y San Carlos. Andaban con ellos unas mujeres bien  bonitas, que yo no sé si eran pilotas, lo cierto es que eran unas catirotas.  Esa reunión  dejó la comía poquitica y la parranda siguió. Se fueron todos a las fiestas patronales de Santa Cruz. Eso fue un día domingo y ya para el miércoles no había na en el fogón. El jueves lo que le metí al estómago fue puro chimó y un poquito de  café  que me quedaba, bueno, borra de café. El viernes ya tenía el ojo blanco. Cuando amaneció el sábado, yo pensé; si el capitán Angelino no se aparece por aquí pal medio día, voy a agarrá esa avioneta y me voy a comprá comía pa Santa Cruz. Llegaron las doce y nada. Bueno, yo sé que un día me voy a  morir, naide nace pa semilla, pero hoy de hambre no será. Agarré las llaves de la avioneta, la prendí y me arranqué. 
Mientras estaba en el rinconcito que les comenté, yo decía pa mis adentros: manejá un avión es como cargá una carretilla. Tú solo debes controlar la puntica del aparato. Y ese día comprobé que eso que yo pensaba era cierto. Al principio me costó un poquito. Pero después que estaba en el aire eso fue una papayita. Apenas tomé vuelo me dieron ganas de pasar por Lagunitas, solo pa echarle un susto a la gente; pero el hambre me tenía apretao y apurao. Yo les voy a decir algo, miren, los pueblos desde el aire se miran es cerquita. Por ejemplo, Lagunitas se vé casi pegaíta a El Amparo. Yo sé que a lo mejor  no me creen, pero es así. A mí me parece que desde el cielo los caseríos  se van amorochando como por obra de Dios. Y mientras más uno sube, más se juntan. Bueno, en un ratiquito llegué a Santa Cruz. Como había un terreno grandote detrás de la iglesia, allí atarricé. La gente en las calles corría desesperada viendo pal cielo. Con el viento de la avioneta algunos techos de las casas  desaparecieron. No me había bajao completo de la avioneta cuando noté, entre la multitud, que ya me tenía rodeao, al  capitán Vergara. Me hizo miles de  preguntas: ¿Cómo logró pilotear hasta aquí? ¿Dónde aprendió? ¿Cómo supo que estaba en Santa Cruz? ¿Es que acaso quería matarse? ¿Quién le dio permiso para agarrar la avioneta? ¿Por qué hizo esto? Le respondí una sola pregunta, la última. Lo hice porque ya me estaba matando el hambre. ¿Casi una semana sin comé le parece poco? Además, lo que vine fue a comprá un poco de comía y ya me voy. Me metí la llave en el bolsillo y salí. Escuché cuando rezongó molesto: esta avioneta no se mueve de aquí.
Llegué  a una bodega, compré lo que necesitaba y ahí mismo me regresé. El capitán Angelino, estaba como un policía mal encarado, al lado de la avioneta. Solo le dije: yo traje esa bicha pacá y en ella me regreso otra vez. Eso era yo hablando esas palabras y arrancando. En la tardecita llegó el capitán Vergara al  fundo donde estábamos. Se me acercó al chinchorro y me dijo: Don Escolástico, yo debería botarlo ya, y darle su arreglo ahorita mismo; pero tenemos varios años trabajando y yo le tengo aprecio. Además, lo que Ud. hizo hoy es una hazaña increíble, algo nunca visto, por eso no lo boto. Le di las gracias y desde ese día, casi siempre, soy yo  el que hace las fumigaciones y la gente cree que es el capitán Vergara el que maneja la avioneta.



EL MUERTO DE LA CEIBA. LA GRAN OSCURIDAD
Me lo contó Juan Olivo

A Miguel Peña, cuando tenía como 15 años, le salió un muerto en el Callejón. Él venía del pueblo. De pronto escuchó un ruido. Se puso a buscar el ruido y vio a un hombre que estaba esramonando una ceiba. Era un hombre extraño, nunca visto, que estaba picando el palo. En ese momento vio que el hombre picó un bejuco  y  se vino cayendo pa bajo. Como él iba pasando, le cayó exactamente en la parrilla de la bicicleta. Ahí mismo se le apareció una gran oscuridad. Pedaleaba y pedaleaba y le parecía que estaba en el mismo sitio. Eso y que era un peso muy grande. Era como si arrastrara una rola e caoba.  En los copos de la  ceiba se oía como un ventarrón. Las ramas traqueaban como si se fueran a reventá toiticas. El siguió su camino y cuando estaba llegando a la casa, ahí fue que sintió que el muerto se bajó de la bicicleta.  El espanto  que se baja y él que se cae al suelo desmayao. La familia tuvo que ayudarlo,  estaba asombrado. Parecía un papel,  de lo blanco que estaba.
Ese muerto tenía nombre de palo, le decían la Ceiba. Salía de varias formas. Una vez era un hombre picando ramas, otra se convertía en una cochina con miles de cochinitos y a veces era una gallina negra con bastantes pollitos. Otras veces se ponía como un perro a caminar y latir en la sombra de los palos. Las huellas que  iba dejando el perro, eran como  brasas de candela.  Lo cierto es que la gente salía poco de noche, pues tenían miedo. Cada vez que echo este cuento, me corre una cosa fría por la boca del estómago,  me espeluco y el color de la cara como que se me va, no sé pa donde.  Mire,  mis padres me enseñaron que las cosas del demonio hay que tratarlas desde lejito.

QUIBI. CHUCHO
Imaginemos  que vamos llegando de un río. Ya saben que  en Lagunitas hay varios; pero tendría que ser de Caño de Agua o  de Camoruco. Solo pensemos que regresamos quemaítos del sol. Y Quibi, está corriendo por los mangos y los naranjales del patio. Por las guafas de la casa sale un jumito sabroso. Es mi madrina Boni que seguramente ya ha terminado de aliñar los quinchonchos con cilantro e monte y saca  bollos ardientes de mai pelao de las brasas  del fogón. Cuando los sirve con guarapo son una delicia.  Quibi ya  tiene los caminos limpiacitos en la tierra sombría. Los carros de madera y potes de leche, pasan a toda velocidad. Mi madrina no lo deja nunca ir a nada. Con los años hemos comprendido que era para protegerlo. Lo quería tanto que saberlo perdido por aquellos andurriales, era un peligro que jamás quiso que él corriera. Bueno, llegamos del río y ya  he pensado en las bromas de siempre. No hay una vez que no nos pregunte por cosas y yo no le salga con cualquier historia.
Chucho,  el hermano mayor de Quibiquito, me mira fuerte. El rostro dice: oigan; pero no le crean nada. Es falso todo. Quibi, salta de alegría cuando nos ve.  Seguro estamos que preguntará por las aguas de los pozos. Dirá  si hemos conseguidos uvitas en la corriente y que si mañana vamos otra vez. Que si la carná alcanzó. Quizás pregunte si nos comimos los dulces de Doña Guzmán o cuántas palometas sacaron entre Micaela y María Colmenárez. Que si nos vinimos a patica o nos dio la cola Adelaido Natera en su camión.  De repente nos muestra  unas medias llenas de metras. Picamos un rayo. Cada quien pa su sardina. Pasamos un rato jugando, pero yo ando con la broma del embuste en la punta de la lengua.  No aguanto más y le lanzo: Quibi,  ya tengo un nuevo trabajo, pero es en San Carlos. No es mucha cosa, pero ayuda en algo. Quibi dice que no importa. Chucho, respira profundo y me mira. Yo le digo que es en las madrugadas, de 3 a 5 de la mañana. Es en una fábrica de hielo. Trabajamos casi desnudos, solo un pedazo de  plástico nos cubre el cuerpo. Chucho, sigue mirando de reojo. El hielo, le digo yo, lo traemos del depósito, son como 200 metros de recorrido, y lo dejamos en la cava. Los cachetes se le ponen a uno rojito.  Las orejas y las manos se duermen. Uno tiene que trabajar descalzo.  
Quibi, me  dice que es mejor que el que tenía. Y es verdad, mi última faena había sido colocarle los números grandotes a las rolas. Yo le decía: mira Quibi, me dan una marusa de tiza y ando como los monos en los árboles. Yo soy  Tarzán, sólo que cuando tengo que chuquear jabillos, lo pienso mil veces. ¿Jabillos? Naguará. ¿Y cómo haces con las espinas? Yo le digo  que trabajo es trabajo. A veces estoy en los copitos, marcando con la tiza, y los del winche gritan: ¡Cuidao! Entonces, yo me vengo volando como un pájaro pabajo y me lanzo por encima de los troncos. Me doy mis trancazos; pero el sábado cuando cobro, no me duele naíta y no me acuerdo de un cipote. Siempre me guindo de alguna rama y caigo paraíto.  Cada vez que pasa un camión rolero, Quibi se acuerda de mí. Al final, Chucho, se pierde con su goma,  por la laguna de María Félix, a cazar pájaros; entonces yo  me quedo con Quibi,  hablando y jugando hasta que mi madrina Boni nos llama, en la tardecita, para comer. Ahora sé que mis embustes nos hacían felices y que  Quibi, no los creía, sólo era para reírnos después, tal como lo hacemos hoy, viejos ya.
llanerid

Estos cuentos fueron tomados del libro: Escenas Narratoriales de Lagunitas. Ahora te llamarás septiembre. Obra de Duglas Moreno. Edición del autor en San Carlos, Cojedes,  2017- 

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